Pues sí, amiguitos, diecinueve años después de mi primera visita a Escocia –por entonces alquilamos un coche y dos casas y dedicamos quince días a recorrernos de arriba a abajo y de derecha a izquierda su vasto, húmedo, escarpado, verde y bello territorio– este mes de agosto hemos regresado con mi hija –tiene dieciocho años, echad cuentas– a la tierra en la que fue concebida. Es más, su nombre es escocés y se corresponde con el de una isla de las Hébridas Interiores, cuna de la cristianización de Escocia. La ilusión de la cría desde hace años era visitarla con nosotros, así que como colofón y fin de fiesta a este año de excesos en el que hemos visitado Japón para celebrar su mayoría de edad, mi quincuagésimo cumpleaños y el vigésimo aniversario de boda, le hemos dado la sorpresa (hasta llegar al aeropuerto, estaba convencida de que nos íbamos a Dublín). Total, que hemos estado en Edimburgo, en Oban y en Glasgow durante una semana en la que, como es normal en Escocia, hemos pasado del sol al chaparrón con interludios nubosos o de llovizna varias veces al día, todo ello a la agradable temperatura de 14ºC.
No hay comentarios:
Publicar un comentario