La chimenea de la incineradora de Toshima siempre presente en esa parte de Ikebukuro.
El Sunshine 60, hasta 1985 el rascacielos más alto de Asia.
Después de un primer día nublado y un segundo lluvioso, hoy nos hemos despertado con sol, aunque con un frío de cojones. Sin embargo, me he dicho que no podía desperdiciar un amanecer así y –dejando a la familia durmiendo– me he ido a pasear por la zona oeste de Ikebukuro, una excusa como otra para disfrutar del sol.
Después de desayunar, hemos ido hasta el Palacio Imperial –en realidad, una inmensa explanada entre el palacio y el distrito de Marunouchi– y de ahí hasta el templo Zôjô-ji, a los pies de la Tôkyô Tower.
El contraste entre la tradición y la modernidad.
El Kabuki-za de Tôkyô.
Comienza el crucero por el río Sumida.
Impresionante atardecer desde Odaiba.
Desde ahí hemos caminado hasta Ginza –mi mujer quería ver el Teatro Kabuki, pensaba que la iban a dejar entrar sin pagar– y después hemos cogido el metro hasta Asakusa, en donde hoy sí hemos podido ver de lejos la torre Skytree. Pero el objetivo no era ese sino hacer un crucero por el río Sumida hasta la isla de Odaiba. Allí hemos sido testigos de una espectacular y romántica puesta de sol con el Rainbow Bridge –y la Estatua de la Libertad– en primer plano y la ciudad al fondo.
El regreso ha sido con la línea Yurikamome que nos ha dejado en Shimbasi, desde donde hemos regresado en metro a Ikebukuro. Bueno, en realidad a una parada antes, para poder pasear un poco más –somos así de masoquistas– y cenar en un local de soba de reducidas dimensiones en el que tan solo cabían seis comensales y donde hemos comprado en una máquina la cena, que nos han dado en la barra del interior previa entrega del tiqué. Consistente, rico y barato, además de típico a más no poder. Como postre, un pastelito de hojaldre y crema de manzana que ha puesto la guinda a un día fantástico. Eso sí, los pies nos están matando.
Día 2
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