No sé si os lo he contado alguna vez, pero ahí va la historia. Últimamente oigo mucho hablar de si los robots van a substituir según qué trabajos y si nos van a robar el pan. Sobre el tema hay diversos estudios que sirven para ilustrar la cuestión, pero ninguno de ellos resulta tan definitivo como la cruda realidad. Y es que A MI ME QUITÓ EL TRABAJO UN ROBOT.
Sí amiguitos, un puto objeto mecánico con cables y un interfaz electrónico –en realidad fueron tres de ellos– nos quitaron el trabajo a dieciséis jóvenes que no hacía demasiado que nos habíamos incorporado al mundo laboral. Corrían finales de los 80. No lo recuerdo con claridad pero yo formaba parte de la vertiente humana de lo que creo que era un sistema IBM 3480 o similar, con grandes cintas de 9 pistas combinadas con unidades de cartuchos de 200 MB. Mi trabajo y el de mis compañeros tenía lugar en un sótano a tres pisos bajo el nivel de la calle y consistía en mirar una pantalla en la que iban apareciendo líneas con identificadores de cintas y cartuchos, apuntarnos unas cuantos números –dependiendo de lo que cada uno era capaz de acarrear–, correr al almacén, buscar y seleccionar en diversos archivadores los cartuchos y cintas que nos habíamos apuntado, para entonces regresar a la sala e introducirlas en las bocas libres del sistema o los lectores de cintas. Y vuelta a empezar. Eso la mayor parte del tiempo, ya que de tanto en tanto había que vaciar unidades y hacer el camino contrario, almacenando en el archivo de nuevo los cartuchos y las cintas. Y hablando de las cintas. En muchas ocasiones se enredaban por el desgaste y era necesario recortarles en cuña la punta. Y ese era el cometido del departamento, 24 horas al día y siete días a la semana en diferentes turnos de 6 horas y media. El mío iba de las 8 de la mañana hasta las 14.30 horas, lo que me permitía asistir a la universidad por la tarde.
Pues bien, un buen día aparecieron en medio de la sala tres enormes cilindros de gran altura. Las paredes interiores de los mismos estaban forradas con cientos de cartuchos, varias bocas lectoras y en el centro había un eje sobre el que rotaba y se movía arriba y abajo una especie de hermano parapléjico de Johnny 5 –el robot de la película Short Circuit, de John Badham–, con ojos que leían los códigos de barras y color de cada cartucho (por cierto, el etiquetaje lo hicimos nosotros mismos por lo que se puede decir que ayudamos a cavar nuestra propia tumba laboral) y unas pinzas que los agarraban e introducían en las bocas lectoras. Por supuesto, la optimización de tiempo era radical. De escribir un número en una pantalla, esperar a que lo apuntásemos, lo fuésemos a buscar y lo insertásemos en la boca correspondiente se pasaba a una orden directa al robot, que en un par de segundos ya había encontrado el cartucho y lo había cargado en la unidad lectora. En resumen, tres robots IN, dieciséis personas OUT. De eso ya hace mucho. Luego me fui a otra empresa y más tarde a otra, en la que estoy a punto de cumplir veintiséis años. Por eso no guardo esta anécdota en mi memoria como algo demasiado negativo. Sin embargo, creo que está bien recordarlo para poner de manifiesto que los estudios que he mecionado al principio no son algo del presente. Sí que es cierto que la incidencia de los robots en el mundo laboral durante los próximos años va a aumentar debido al alto grado de implantación tecnológica que cada vez abarca más campos de la sociedad. Pero no olvidemos que ya hace décadas que poco a poco, sin hacer mucho ruido, los empresarios –últimos responsables de todo esto, los robots no son los culpables– están decidiendo subtituir personas por máquinas en aras del beneficio económico para sus empresas. Y lo que nos queda por ver.
Hasta la educación está en equilibrio frente a las nuevas tecnologías que están creando a niños robot insensibles a todo aquello que ocurra más allá de una pequeña pantalla de móvil, faltos de interés por nada que tenga que ver con los contenidos de una educación reglada que los prepare para carreras y oficios de relevancia que nos hagan progresar. El acabose, la fin del mundo, un puto desastre.
ResponderEliminarEl caos, la debacle, el puto holocausto. Adolescentes que afirman que escribir con faltas de ortografía da igual, que no saben ni por donde cae el Tigris ni la capital de Bolivia... y el mayor error de todos, que encaran sus estudios a lo que -en teoría- les va a dar más oportunidades de trabajo en lugar de a) aquello para lo que están preparados individualmente (no todo el mundo tiene talento para las mismas cosas), b) lo que es básico en una sociedad (panaderos, por ejemplo) o el alimentar su propio intelecto. No hay ansia de cultura ni de saber, solo de dominar las herramientas tecnológicas y una necesidad malasana de alcanzar a cualquier precio los 15 minutos de gloria warholianos. Mejor sigo escuchando a Overkill, amigo mío.
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