Pues sí, piltrafillas, como ya sabéis algunos, ayer me fui al cine a ver con mi hija Doctor Strange –nada de Doctor Extraño, iletrados–, la última entrega del universo Marvel mientras esperamos las nuevas apariciones en pantalla grande de Lobezno, los Guardianes de la galaxia o Thor. La verdad es que, pese a ser en mi adolescencia un lector de varias colecciones de la citada editorial –sobre todo Daredevil, Iron Man, La Masa, los Vengadores o Spiderman–, nunca me consideré un conocedor de su vasto universo por lo que debo admitir que Stephen Strange nunca estuvo entre los personajes de los que seguí sus aventuras. Es más, sus orígenes eran del todo desconocidos para mi hasta que he visto esta película. Dirigida por Scott Derrickson, Doctor Strange nos cuenta la historia de un reputado y engreído neurocirujano millonario que a causa de un accidente pierde buena parte de la sensibilidad de sus manos, lo que le inhabilita para proseguir con su carrera. Tras numerosas operaciones y al ver que la medicina tradicional que él mismo representa es del todo inútil para curarle, Strange busca en una comunidad remota de Kathmandú los conocimientos místicos que puedan ayudarle. Pero conforme vaya alcanzando unas extraordinarias habilidades místicas, Strange también será consciente de unos peligros que amenazan a la humanidad de los que era un completo desconocedor. Entonces tendrá que escoger entre utilizar la magia para recuperarse físicamente y regresar a su vida de lujos y reconocimiento o valerse de sus nuevos poderes para defender el planeta.
Sinceramente amiguitos, ese argumento de caída a los infiernos y redención es bastante simple y tiene más años que el sol, habiéndose utilizado en numerosas novelas y películas a lo largo de la historia. Y si sumamos eso a mi desapego por el personaje y a que las historias de habilidades místicas me resultan de lo más aburrido, podríais pensar que de ninguna manera os recomendaré una cinta que basa en unos extraordinarios efectos especiales la mayor parte del espectáculo que ofrece. Sin embargo, quizás por esto último, los productores tuvieron el acierto de escoger actores de la talla de Benedict Cumberbatch, Tilda Swinton, Rachel McAdams, Mads Mikkelsen o Chiwetel Ejiofor para interpretar los papeles protagonistas. Y ahí –además del apartado técnico– radica el punto fuerte de esta Doctor Strange que resulta muy atractiva. Cumberbatch hace del mago de la capa como si interpretase a Shakespeare, McAdams resulta creíble a más no poder –lo mismo que Ejiofor y el malo malísimo Mikkelsen– y Swinton aporta su elegancia al personaje de El anciano –aquí La anciana– con convicción. Por todo ello, por el humor al que Marvel nos tiene acostumbrados en sus películas, que salpica de tanto en tanto la trama como para indicarnos que pese a la pretendida profundidad de los guiones y el dinero invertido tan sólo se trata de adaptaciones de cómics, y por lo entretenido de las dos horas de cinta que para nada se me hicieron largas aún no siendo –insisto– un amante del género de los poderes místicos, debo recomendaros su difrute. Por cierto, si aún no habéis ido a verla y sois seguidores de las sagas Marvel, sabréis que no debéis iros hasta que finalicen los títulos de crédito. Y no me refiero a los primeros. Os tenéis que quedar hasta el final, cuando irrespetuosamente la sala ha abierto sus luces y los empleados de la limpieza están ya haciendo su trabajo aunque algunos frikis como este que os escribe sigan atentos a la lista de iluminadores, carpinteros... y a la verdadera última escena, marca de la casa. Lo dicho amiguitos, un estupendo divertimento más en el que –cómo no– aparece el orgulloso padre de esta gran máquina de hacer dinero, Stan Lee.
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