Ayer sábado tuve otra de esas citas tradicionales con mi hija. Si es una película de superhéroes, hay que verla juntos –a mi esposa no le gustan en absoluto estas cintas– en una sala comercial. Al principio, la tradición sólo se refería a las historias del universo Marvel, pero hemos ampliado el espectro y así matamos dos pájaros de un tiro: yo le pago más veces el cine y las palomitas –además de la probable cena posterior– y a mi me supone que pasaré más momentos padre/hija adolescente, lo que está muy bien. Total, que le llegó el turno a la esperadísima –quizás demasiado– Suicide Squad. Desde que se estrenó, las noticias eran algo decepcionantes; las críticas no podían ser peores. Claro que, en numerosas ocasiones, la crítica y mis gustos no tienen por qué coincidir. Por otra parte, es cierto que hay que buscar un mínimo de calidad en el cine, pero –por Dios Santo–, estamos nuevamente ante una película basada en comics de gente que viste con mallas, así que mientras entretenga y no sea una bazofia demasiado escandalosa, a mi ya me está bien.
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