Piltrafillas, no sabía si titular esta entrada “Érase una vez... los ochenta” o “Batallitas del abuelo Cebolleta”. Al final he decidido ponerle el epígrafe que estáis viendo porque, en mi caso, eso tan cacareado de que las máquinas heredarán la Tierra, se hizo realidad y comportó la pérdida de mi segundo trabajo al poco de estrenar la veintena. Corrían finales de la década de los 80 y los empleados de una importante entidad bancaria utilizaban frenéticamente sus terminales, para lo que fuese que necesitasen de ellos en cada momento. De tanto en tanto, en sus pantallas – monocromo, por supuesto– aparecía un recurrente “Cargando...” que, en algunos casos, les permitía levantarse a estirar las piernas, tomarse un cafelito o echar una meada. Y es que lo que detrás de ese mensaje se ocultaba –atención, recordad que he dicho que estábamos a finales de los 80– era que, muchos metros bajo tierra, en un bunquerizado tercer subterráneo de las oficinas centrales para ser exactos, este que os escribe y cinco compañeros más atendíamos las pantallas en las que aparecían uno tras otro y sin descanso los números de las cintas de datos que debíamos meter en las máquinas lectoras conectadas con el sistema informático de la entidad.
Cada línea nos indicaba el código de la cinta –grandes bobinas de cintas de nueve pistas o, mayoritariamente, unos cartuchos del tamaño de un palmo– y la boca de carga o torre lectora en la que debíamos cargarla. La pantalla estaba llena de líneas y la rutina era apuntarse las cinco o seis primeras, ir corriendo al almacén, salir con las cintas y cartuchos, colocarlos en donde tocaba y regresar a la pantalla, en la que habían desaparecido ya las primeras líneas pero que seguía llena de numeros. Y así sin descanso, hora tras hora, las ocho de mi turno. Pues bien, llegó un día en el que la entidad compró tres robots canadienses. Antes, los empleados del turno tuvimos que pasar algunos meses dedicando parte de la jornada a cavar nuestra propia tumba etiquetando con códigos de barras y de colores todos los cartuchos del sistema. Y es que los engendros que hicieron mi trabajo prescindible eran unos robots semejantes a una versión mutilada del Número 5 de la película Cortocircuito.
Si pensamos en términos antropomorfos, lo que causó la no renovación de mi contrato fue una cabeza con ojos y un par de brazos con pinzas que se movía con gran agilidad en torno a un eje en la parte central de un cilindro de tres metros de alto con las paredes del interior forradas de cartuchos codificados y bocas de carga. Y en la sala a prueba de bombas y terremotos en la que yo trabajaba colocaron tres. Las órdenes ya no iban a una pantalla que yo, un puto humano inferior, debía leer, apuntar, ir a buscar a pie a la estancia de almacenaje y regresar para colocar en su slot exacto. No amiguitos, ahora la órden llegaba directamente al robot que a velocidad de vértigo identificaba con sus “ojos” el código de barras del cartucho exacto, lo cogía con sus pinzas y lo cargaba antes de lo que yo tardaba en apuntarme cinco números en un papel. Lo cierto es que, desde un punto de vista productivo en cuanto a rapidez , fiabilidad y reducción de coste salarial, se entiende perfectamente la substitución. Pero eso no quita que yo pueda decir desde entonces que una máquina me quitó el trabajo. Y no sé si los robots sueñan con ovejas eléctricas, pero en ese momento yo me cagué en la madre de los tres que ayudaron a darme la patada en el culo.
>:] muhajajajaja!
ResponderEliminarPues es totalmente cierto.
ResponderEliminarNo, no niego su veracidad, simplemente, a parte de que me toca los cojones y que me gustaría mandar a tomar por culo a su querido ex-jefe es que me toca los cojones... ya sabe... no necesita que le detalle... hasta los cojones!
ResponderEliminar