sábado, 15 de marzo de 2014

CAP.9

El órgano de la iglesia sonaba profundo. La afinación era poderosa, y el organista estaba disfrutando de ese momento cuando la puerta del templo se abrió. 
El hombre se quedó esperando, dejando que la música le penetrara, pero observando tanto fuera como dentro de si mismo, cada reacción, cada movimiento de sus sentimientos. Ese organista era el elegido para interpretar la música que se recogía en el famoso diario, y él quería tenerlo antes de que Helga y el resto de descendientes de Mengele lo consiguieran. 

Cuando acabó la música, con los armónicos aún resonando en sus oídos, subió las escaleras hasta el coro. El organista, Luis Bilbao, no esperaba a nadie. Estaba recogiendo las partituras. Y cuando vio a ese hombre apuntándole con una pistola, se le cayeron todas la suelo. 
- No quiero hacerte daño, Luis. Sólo quiero decirte que tienes que acompañarme, y que lo harás por las buenas o por las malas. Y prefiero que sea por las buenas. 

Montaron en un Opel Corsa blanco, un coche nada glamouroso, pensó Luis, mientras intentaba entender qué estaba pasando allí. Se atrevió a hablar: 
- ¿Puedo saber qué quieren de mí? 
- De momento no puedo decirte nada, Luis. 

En la radio sonaba la sinfonía Turangalila. Luis estaba asombrado, pocas veces la había oído fuera de su hogar. En la calle, el hecho de que para él Messiaen fuera uno de los mejores músicos del siglo XX era algo que sabía que poca gente compartía. 

Hicieron el viaje en silencio. Nuestro hombre seguía observando dentro de sí sus reacciones y pudo sentir cómo una ola de calma le llenaba. Había hecho el trabajo impecablemente, el organista estaba a su lado y había sentido la violencia extenderse antes por su ser, esa violencia que, al observarla, también pudo ver cómo iba desapareciendo, incapaz de asirse a nadie ni a nada. La violencia, que era la marca de su vida, estaba desapareciendo al aceptarla. Nunca pensó que eso fuera a ocurrir así, pero estaba ocurriendo. Para él, el mundo estaba cambiando y lo hacía desde dentro hacia fuera... y desde fuera hacia dentro. 
La música vibraba. Con el final de la sinfonía, aparcó el coche, bajarón del mismo y le sonrió a Luis. 
- Vamos, organista. 


Por la mañana, al despertarse, Luis no sabía dónde estaba. Tardó un poco en recordar que la noche anterior el hombre del Corsa blanco le había dejado la cena y se había ido, cerrando la puerta con llave por fuera. Seguía sin entender lo ocurrido. Así que decidió vivir la situación sin preguntarse nada, lo que le permitiría que sus reacciones fueran más rápidas, más claras, sin dudas que las enturbiaran. 

Se levantó. Había una cafetera, galletas, magdalenas, fruta. Alguien se había preocupado de que su desayuno habitual le acompañara en ese extraño secuestro. Mientras se preparaba el café, se abrió la puerta. Dos personas entraron, el hombre de ayer y una mujer morena, de unos cuarenta años, atractiva, con un vestido blanco que flotaba al andar. 
- Buenos días, Luis. Me presentaré. Soy Inés Ribadesella y él es mi compañero, Esteban Argote. ¿Nos invitas a un café? 
Luis supo, nada más verla, que esa mujer era la mujer de su vida. 
- ¿Entonces Esteban es tu pareja? 
De todo lo que le había pasado, y era lo único que se le ocurría preguntarle. 
Inés rió. 
- No, es mi compañero de trabajo en esta empresa que hemos emprendido, pero no mi pareja. No tengo pareja, de hecho. Inés sonrió complacida, a ella también le gustaba el organista, y podía imaginar esas manos grandes, esos dedos largos, resonando en su cuerpo. 
Luis preparó tres tazas, sirvió el café y dejó la leche y el azúcar para que cada uno se lo pusiera a su gusto. La mesa de la cocina era redonda, cabían los tres, y sus rodillas rozaban las de Inés. Respiraba un poco agitado, era normal. 

Mientras desayunaban, Inés le contó una historia increíble sobre una sinfonía perdida de Beethoven, la décima, y de cómo de esa sinfonía saldría una información valiosísima, una información que permitiría encontrar el tesoro egipcio de Napoleón, que ellos querían salvar para el mundo. 
- Nosotros somos creadores de una organización que intenta que este tesoro no caiga en manos de los nazis, de sus herederos vaya, cuyos miembros ya están casi a punto de hacerse con el diario dónde se recoge la misma información sobre la sinfonía que nosotros hemos descubierto. Ese tesoro puede servir para hacer el bien o para profundizar en el mal. Pase lo que pase, sólo será una batalla más en este teatro que es la vida, lo sabemos, pero es el papel que nos toca desempeñar ahora, y lo vamos a representar hasta el final. De las notas de la sinfonía ha de salir, no sabemos exactamente cómo, la información que nos llevará al mencionado tesoro. Tendremos que hacer un detallado análisis de la partitura, tocarla -y para ambas cosas te necesitamos-, quizás hacer una reducción a piano... no lo sabemos exactamente. Sólo sabemos que aquí está la partitura –se la acercó-, tienes un piano en el cuarto del fondo y una cama para descansar. No saldrás de aquí hasta que tengamos la solución al enigma. 

La voz de Inés hizo una cadencia casi amorosa. 
- Yo os dejo, debo encargarme de la intendencia - dijo tranquilamente Esteban, que hasta entonces no había abirto boca. Luis estuvo de acuerdo en todo. La perspectiva de compartir los siguientes momentos de su vida con Inés lo colmaba. Era todo lo que deseaba. Aunque no supiera cuánto tiempo duraría. 

Y mientras todo esto ocurría, Helga en Londres estaba a punto de hacerse con el diario, supo Esteban. 
Creían que habían parado a Pablo Gil, pero no sabían mucho aún, solo que había desaparecido. 

Luis cogió la partitura, era una sinfonía en do menor... 

@kikomar46 

Lee aquí el siguiente capítulo.

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