domingo, 19 de enero de 2014

CAP.2

Esto era puro rock and roll. Metal del bueno, para más señas, marcha que te cagas, decibelios y adrenalina en vena para maltratar el esqueleto y volar como un pajarraco hasta lo más alto del Everest. 

Sí, puro rock, pero cuando llegó a casa, no optó precisamente por coger la guitarra y ponerle un poco de música salvaje al fondo de esa película que acababa de empezar para él. Esa noche durmió poco el bueno de Pablo. Acostumbrado como no estaba a leer novelas policíacas, se sintió inmerso en algo muy parecido a la idea brumosa que él tenía de ese tipo de tramas que conocía de oídas o de las pocas películas que había visto en contadas ocasiones sin demasiado interés. Sentía miedo. Lo suyo era el rock, y del cine salvaba a Tarantino, a Kubrick, lo más salvaje de Lynch, Fincher, y por supuesto a Rob Zombie, Dario Argento, Tobe Hopper y una larga procesión de pelis de serie B que había endiosado en su juventud. Si lo pensaba seriamente, había visto mucho cine, un cine con el que prácticamente no podía conversar con nadie porque era difícil encontrar a personas con sus mismos gustos, que controlasen como él esas películas con tetas, sangre de zumo de tomate y disparatados argumentos. Policíaco, poco; y aquellos clásicos en blanco y negro le parecían un tostón de cojones. ¿Novelas? Nada, ni una de ese género. Pocas de los demás. Más allá de revistas, biografías o algún libro de esos en los que los rockeros famosos se confiesan sirviéndose de la hipérbole y de inventadas historias contadas con la gracia que el negro de turno salpimentaba el texto, no frecuentaba ni poco ni mucho la literatura. 

Pero quizá haya que empezar por el principio. A decir verdad, él siempre se había considerado una persona gris, un chupatintas sedentario, acostumbrado a trabajar a la sombra, algo triste y algo insociable, pero un triste refugiado en la música como contrapunto a esa vida impía e inmisericorde a la que se había visto abocado tras su matrimonio y que se había cebado con él como con un pelele, proporcionándole quizá todo lo que merece un cobarde, o un calzonazos sin arrestos que era lo que con toda seguridad él era, un pobre diablo que jode a las vecinas infantilmente poniéndoles la música a toda hostia y luego no se atreve a salir del piso si ve que la luz de la escalera sigue encendida. Un tímido, un apocado. 

Estos pensamientos sombríos y autodestructivos, tan habituales ya, le habían impacientado hasta llevarlo a un estado de inquietud manifiesta, presa del insomnio hasta bien entrada la noche. Luisa, el puto asunto del perro, los fatídicos días que enmarcaron la separación, los ansiolíticos desde hacía unas semanas (“por ahora algo suave, Pablo, y mucho ánimo, me cagüen Dios” (palmadita con bata y “¡el siguiente!”)) y el largo carrusel de imágenes que le habían trastornado en los últimos meses se adueñaron de nuevo de su misteriosa sensibilidad. Y en el mismo cóctel el recuerdo de todos los detalles de la entrevista, de la zorra pelirroja, del regreso a casa pisando aquel maldito excremento de perro. ¿Suerte? ¡Y una mierda! O eso pensaba ahora. 

Los rayos de sol inundando el dormitorio y un pestilente olor a coliflor cocida llegado del patio vecinal (se había dejado la ventana entreabierta) lo despabilaron de súbito. “¡Joder, qué peste!”, pensó gritándose. Miró el reloj Casio (con calculadora) que siempre tenía en la mesita. Era la una y cuarto. ¡Uf! ¡Diossss! Y era lunes. Hacía fresco. Saltó de la cama y después de soltar un chorro eterno y distraído en la taza del váter se dirigió enfundado en su pijama azul raído hacia la cocina. Tenía hambre de verdad y abrió el frigorífico. Alcanzó un par de huevos pues poco más había en esa nevera de estudiante o solterón: un pack de Heineken empezado, un frasquito de mayonesa por la mitad, una lechuga algo grisácea y el cajón de la fruta mejor ni abrirlo. La vida. Un frigorífico abierto es nuestro retrato. 

A través de la ventana llegaba también –otra vez– la música del Boss y su “Glory days” (“¡tócate los cojones!”, pensó). La vecinita acompañaba la música con su voz desafinada. La odió de nuevo. En realidad se estaba convirtiendo en una costumbre que estaba anidando como para siempre en él: la de flirtear con el Odio. Es sabido que este a veces responde a razones infundadas, incompatibilidad de caracteres, envidiejas insanas y cosas así. En este caso, y esto lo había pensado numerosas veces tras hacer un minucioso análisis clínico de sus causas, las razones eran de peso. De mucho peso, a su entender. “¿Qué mierda era eso de “el Boss”? Una puta ñoñez. El Boss, el Rey…, coño, el único Dios del rock era Halford, el puto amo, el Crack; calvo, sí, ¿y maricón?, también, pero que se pinche esa jodida cavernícola el Screaming o el Defenders o, por decirlo de una maldita vez, el Unleashed. Sí, escuchar al Boss (se encabritaba) todos los días y a la misma hora desde que el paro lo había sepultado en su piso era simplemente una pesadilla, y esa sinrazón, esa tortura, despertaba en él el diablo del Odio, un odio que se comía con patatas todos los días y que acompañaba con una risita hipócrita y vulgar cuando se cruzaba con ella en el pasillo. Ese era él. Estaba buena la jodida, eso sí, pero esa circunstancia solo ayudaba a empeorar las cosas, senil pero follable. 


Mientras mojaba en esos huevos fritos que parecían ausentes a las disquisiciones que se peleaban o celebraban un gran banquete en su calavera, decidió que saldría a dar una vuelta para despejarse un poco, y pensar, sí, pensar mucho, ordenar las cosas, darle vueltas al asunto, meterle mano, sobarlo de tal manera a la postre –bien lo sabía– hasta dejarlo hecho una braga, para finalmente volver al inicio, plancharlo, y comenzar la operación de nuevo, como un Sísifo. Así era él, y así le iba. Necesitaba aire. Necesitaba recapacitar. Quizá también necesitaba un trago fuera de casa o visitar un día más el parque del estanque. 

Se vistió los mismos vaqueros que había llevado a la entrevista, pero se cambió la camisa y la corbata por la ajada –ya– camiseta de la cuchilla de afeitar del British Steel (manga larga con capucha). Tras el divorcio había recuperado parte de su indumentaria juvenil almacenada para siempre en una caja de cartón en la que se daban cita muñequeras, chapas, camisetas, gorras y las viejas y gorrinas Jota Hayber. Era una manera de emprender una nueva vida. ¿Quién no entiende estas cosas? Chupa vaquera y deportivas. Asió el pomo de la puerta, pero volvió la vista para echarle un último vistazo. La Glock podría estar ahora ahí, sobre el amplificador, inerte, con su poso de misterio, como un animal dormido. Pero había de sopesar aún algunas cosas, o todas. Las tetas estaban sobre la mesa. Ahora él tendría que mover pieza y tenía sus ojos ya puestos en el puntiagudo alfil. 

Dice el refrán popular que cuando Dios está en joder hasta las monjas paren, y como en un acto de injusticia divina, nada más poner el pie en la calle, tuvo Pablo el infortunio de encontrarse de frente con Crisanto Valdemoro. Hacía meses (parecían años) que el gilipollas no aparecía por casa, y ni siquiera había tenido la delicadeza de tomar el teléfono para dedicarle algunas palabras de amistad, de apoyo, tras el divorcio, tan sonado por cierto en los círculos más cercanos que el amigo Valdemoro frecuentaba cada vez con menos asiduidad, dicho sea de paso, aunque haciéndose notar cada vez que aparecía. Menos aún le había llamado cuando, es seguro, supo de su despido. 

–Hombre, Pablo. Jolines, ya tenía ganas de verte –aseguró con descaro. 
–Hola, Cris –le contestó Pablo algo secamente, evidenciando su desgana. Crisanto no perdió la compostura, sino que se armó hasta los dientes antes de entrar a saco. 

Cris, Crisanto Valdemoro García de la Cruz, era un tipo impresentable; tal cual. Un petulante de cuidado, un snob ridículo que vestía siempre con traje y corbata, zapatitos de charol y lucía un pelo cortado a navaja cuidadosamente engrasado que le otorgaba un lustre trasnochado y de cartón piedra. Un majadero que no tenía donde caerse muerto al que un cuñado, por caer bien en familia, le había conseguido un puesto insignificante de oficina no muy lejos de donde vivía Pablo. A veces se cruzaban por la acera, pero al distinguirse ya desde la lejanía el muy felón hacía como que se entretenía mirando un escaparate o simulaba teclear en el móvil última generación cualquier sandez para evitar el saludo y la conversación. No obstante, era un amiguete, uno de esos amiguetes de instituto con los que uno ha salido mucho de marcha en su juventud, un tío enrollado, pero que –es el caso– los 30 lo desviaron por razones nebulosas e inconcebibles hacia la vanidad y la pedantería, sobre todo cuando terminó la carrera de Economía (¿o fue de Derecho?) y sus papás le pagaron un máster en Pensilvania para terminar de rematar su obra. Sí, era más de hard que de heavy en aquellos tiempos y ahora no era absolutamente nada. En realidad Pablo le parecía un pobre hombre. Y, pese a todo, se trataba de un amiguete, joder, ¿qué hacer con esa cruz sino transportarla estoicamente hasta la última estación? 
–Supe lo de Luisa (“¡Qué sutileza!”, pensó Pablo comiéndose los puños del alma). Bueno, lo tuyo con Luisa, lo vuestro. No te llamé por no hurgar en la herida. Pensé que son asuntos delicados con los que uno ha de lidiar solo y frente al toro (“De Osborne, no te jode”). ¿De qué sirven palabras de conmiseración o condolencia en estos casos por mucho que vengan de un amigo? (“¡Amigos como tú son los que vale la pena tener hasta la muerte, cabrón!”). 

¿Dije antes que Cris era un cínico sin escrúpulos? Lo era. 
–¿Qué tal está Luisa? (“El payaso insiste”) –la imagen de la pistola cruzó fugazmente por la mente de Pablo Gil–. Bueno, ¿y qué tal tú, claro? –Cris no era consciente de la repelencia que despertaba, de la estulticia en la que practicaba desde las primeras luces del alba hasta que decidía reposar metiéndose en el sobre cada día a las 11 en punto. Un tonto en cinco idiomas. 
–La verdad es que sé poco de ella. Sigue aquí en Barcelona, claro, pero no hemos cruzado dos palabras desde el embrollo, jaja –medio rió Pablo sin gana–. Yo estoy bien –mintió sin importarle demasiado; era cuestión de salir al menos bien parado del puto trámite–, viviendo, ya sabes. 
–Siempre te quedará el rock, colega (“La puntilla”) –perpetró con alegría, y esbozó un gesto de complicidad mientras le guiñaba un ojo–. Lo mejor es olvidar (“¡Qué idea más buena y original!”) y a rey muerto, rey puesto –sí, también los tópicos y las frases hechas eran especialidad de la casa, algo que creía manejar diestramente, el estúpido–. 
–Bueno, aún estoy en proceso de asimilar lo ocurrido y los años no pasan en balde, jaja. 
–Jajaja, sí, eso es cierto. Me enteré de que habías dejado el trabajo o algo así. Ya sabes que puedes llamarme cuando quieras y miramos algo. La cosa está francamente mal, muy malita, pero todo es proponérselo (“Todo es proponérselo, claro, como él hizo”). 
–Tomo nota, Cris, y te lo agradezco –contestó Pablo, fingiendo interés. 
–Y ahora te dejo, Pablo. Voy a recoger unos informes antes de atender a un cliente, un pez gordo, ya sabes, de esos a los que no les gusta la impuntualidad (“En serio, ¿era necesaria esta sutil aclaración?”). 
Pablo sintió que el demonio del odio se adueñaba por segunda vez en esa mañana de su voluntad. 
–Sí, claro, nos vemos, Cris (“¡Payaso!”, le gustaría haber añadido). 
–Ring, ring, recuerda (“El salvador de los desgraciados, puag”). Suerte y cuídate. 

Y se alejó móvil en mano con un trotecillo impostado que solo irradiaba pena, pena y el asco más absoluto. 

Pablo Gil reanudó su marcha hacia el parque del estanque. Hacía frío, pero los patos estarían esperándole impacientes. Durante el trayecto pasó a comprar una barra de pan. Las imágenes vividas el día anterior volvieron a darse una nueva vuelta por su mente y a sumirlo de inmediato en la intranquilidad, en un desasosiego añadido a su maltrecho cerebro. Era consciente de que el asunto era peliagudo. También de que la entrevista la había solventado con soltura, una soltura basada en le humildad, en la sinceridad y en la sencillez. No sabía quizá ser de otra manera. Lo que desconocía nuestro aspirante es que lo que en verdad había dejado claro ante la chica es que estaba sin blanca. Y, más aún, lo que ignoraba por completo es que la empresa Birkenfeld AG no tenía previsto hacer más entrevistas. Él era el elegido desde antes de presentarse a esa cita concertada. 

Pero esto habremos de contarlo más tarde, porque ahora está sonando el móvil de Pablo Gil, y los primeros compases del “Fast as a Shark” de Accept comienzan a zumbar cuando una nueva y voluminosa miga de pan vuela sobre la pequeña verja que rodea el estanque para posarse sobre el agua, cerca del grupo de patos, y otra vez es ese gordo pato cabrón el que se ha abalanzado por encima del resto para (¡cuac, cuacccc!) apoderarse de él y engullirlo vorazmente. 
–Ha pasado usted a la siguiente fase, Pablo, enhorabuena. Pasado mañana le esperamos de nuevo por nuestras oficinas –sin duda era la voz de Paula, la pelirroja que le tenía comido el tarro desde el día anterior y a la que parecía que ya conocía desde hacía décadas. 
Y luego, quedamente, como al oído, en un tono de confidencia que Pablo ponderó como inusual o impropio: 
–Los tienes en el bolsillo, chato. Nos vemos. 
–Gracias, creo que en verdad ya me he decidido a seguir adelante –dijo por decir algo que afianzara su seguridad ante la chica. Lo mejor era que las palabras involuntariamente y espontáneas guiaran sus decisiones, y estas ya habían salido de su boca con decisión. 

Unos segundos después, Pablo recordó aquel día en que su padre lo llevó hasta el granero que sus abuelos tenían en su casa, en aquel pueblecito de la Mancha profunda, y le dijo: “Pablo, hijo, la vida está llena de sinsabores, de mucha rutina y de algunas oportunidades que no deberás nunca desaprovechar. Esas, como a los conejos, las coges de las patas y les sacudes detrás de la cabeza, las desuellas y te las comes fritas con ajos. No lo olvides”. 

Quizá esta era una de esas oportunidades, quizá era el momento de pegar unos cuantos tiros, de darle a la vida detrás de las orejas, de comerse a esa puta pelirroja y cambiar por fin su Jackson por una Fender Stratocaster. ¡A la mierda Satie también! Cogió la media barra de pan que aún sostenía en su mano y la lanzó a veinte metros de los patos. No, no hacía tanto frío ya en Barcelona. Qué va. Volvió sus ojos hacia la puerta de salida, se plantó firme en el sitio, se abotonó la chupa, se subió el cuello y, con paso firme y mirada desafiante, se dirigió hacia la calle tarareando el “Heavy Duty” de los Judas. A su espalda los patos peleaban por el trozo de pan empapado en el agua sucia del estanque. No era un lunes cualquiera. Eso, fijo. 

©ACS (@FRAILAS)
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