martes, 12 de junio de 2012

Cabezas de Hidra – Capítulo decimonoveno (VI)


7

Cuenta la leyenda que la madrugada del 24 de Marzo de 1185, los clanes enemigos de Genji y Heike libraron su última batalla naval en las frías aguas de Dan-no-Ura, en Shimonoseki. Los Heike, aunque valerosos samurais, habían perdido ya muchas batallas. La lucha fue encarnizada y sangrienta. Las flechas hollaban la carne, las espadas laceraban los cuerpos castigados y exhaustos. Pero Noritsune, el más valiente del clan Heike, seguía avanzando entre el enemigo dejando tras de si un reguero de muertes. Él sabía que aquella iba a ser su última batalla, pero no estaba dispuesto a caer con vida en manos de los samurais Genki. Noritsune tenía la intención de cruzar su espada con la de Yoshitsune, el General de los Genki.
- Ven aquí, Yoshitsune -gritaba, pero a cada paso que daba aparecían más samurai que protegían a su jefe.

Finalmente, Noritsune perdió la vida herido mortalmente por una repentina lluvia de flechas Genki. El fuerte oleaje impedía que los barcos Heike se pusiesen a cubierto en la costa, y los navíos Genki bloqueaban la ruta hacia mar abierto. La derrota de los Heike era absoluta. Sus barcos, llenos de cadáveres, flotaban a la deriva. La larga guerra entre los dos clanes estaba a punto de finalizar. Mientras, en una de las barcazas, presa de una pena enorme, la dama Nii presenciaba el amargo desenlace con el pequeño heredero del clan Heike entre sus brazos.
- Ningún enemigo me asesinará con sus manos -dijo acercándose al borde de la cubierta-. Me ocuparé de escoltar a su majestad al otro mundo.
Y añadió.
- Si sois leales, me acompañaréis.
Acto seguido se arrojó a las oscuras aguas con el niño apretado contra su pecho. Sus sirvientes, sin dejar de llorar silenciosamente, la siguieron. Luego, viendo lo ocurrido, los pocos guerreros que aun quedaban con vida, hicieron lo mismo. Con tal actitud, el clan Heike desapareció para siempre.

Pero, desde entonces, Dan-no-Ura ha estado embrujado. Y es allí, entre las escarpadas rocas en donde rompen las olas, en donde se dice que pueden encontrarse unos cangrejos muy extraños. La gente los llama cangrejos Heike y, si se observan con atención, puede verse que sus caparazones tienen grabadas las facciones de rostros humanos.

Zatoichi hacía años que poseía un ejemplar de esos cangrejos, uno en el que si se observaba el caparazón con la suficiente credulidad, podía verse la cara del yakuza. Pero eso había sido hasta ese día. Esa mañana, el anciano gangster había advertido con intranquilidad que la faz del caparazón había desaparecido. Algo en su interior le hizo pensar en la muerte, a la que sentía próxima por primera vez en su vida.

La súbita presencia de una joven aparecida de no se sabe donde, vino a confirmar sus presagios. Podía advertir su silueta dibujándose al otro lado del shôji, el papel blanco translúcido de las puertas correderas de la habitación. Pero la sorpresa y la curiosidad habían impedido a Zatoichi dar la alarma e impedir que la joven se plantase en medio de la estancia. La mujer , ataviada como una maiko de Gion, con la cara oculta tras una máscara de porcelana, se mantuvo inmóvil. La pulcra luminosidad de su kimono, la perfección del lazo de su obi, su apariencia semidivina y el perfume que emanaba de su figura, la convertían a los ojos de Zatoichi en una especie de espíritu de inenarrable belleza.



El yakuza, paralizado, se dio cuenta de su error demasiado tarde y poco pudo hacer para impedir que la desconocida se acercase hasta él y hundiese en su cuello surcado de arrugas unos dedos provistos de afiladas uñas, duras como las garras de una arpía. Antes de morir, Zatoichi pudo arrancar la máscara de la cara de su asesina. Lo que vio le hizo recordar a Michelangelo. Dicen que, finalizado su Moisés, le golpeó el pie con un martillo con el propósito de que su obra no gozase de la perfección absoluta. La cicatriz ancha y profunda que cruzaba el ojo muerto de aquella Geisha producía en ella el mismo efecto que las mellas en el pie de Moisés. Advertido esto, la oscuridad se apropió de Zatoichi para la eternidad.

8

Tres días después del fallecimiento de Zatoichi, Alejandro Romero atravesaba momentos de inquietud.
- Sacadme de aquí.
Llevaba ya varios días gritando enloquecido cuando la oscuridad se cernía sobre el recinto de la prisión.
- He visto al diablo en sueños y va a venir a por mí.

- Ya estamos otra vez, cada noche lo mismo.
Los vigilantes del turno de noche estaban hasta las narices de los alaridos de Romero.
- Cállate ya -gritó uno-. Si no cierras esa bocaza, yo mismo le invocaré para que se te lleve de una vez.
- Por el amor de Dios, tenéis que ayudarme. Va a venir pronto, me lo ha dicho.
- Pues cuando le veas dile que le de recuerdos a mi vieja -gritó un compañero de galería antes de que presos y vigilantes estallasen en carcajadas y Alejandro rompiese a llorar desconsoladamente con las manos agarrotadas en torno a los barrotes de su celda.

A las dos de la mañana se produjo el acostumbrado cambio de turno y los vigilantes que salían dieron la bienvenida a sus compañeros.
- Ahí os quedáis. Me voy a casa.
- Os hemos grabado la final de fútbol de esta noche. Si no hay follón podéis conectar el vídeo a uno de los monitores de vigilancia.
- ¿ Como tenemos hoy a Romero ? -preguntó uno de los recién llegados.
- Como una cabra, igual que ayer. Está convencido de que Satanás en persona vendrá a por él.
- Hala -dijo uno de los que se iba-, hasta mañana.

Una vez más, el relevo se había llevado a cabo sin novedad y, como cada madrugada, había servido además para dar entrada a la cuadrilla de limpieza.
- Hola Dolores -saludó uno de los vigilantes-, a ver qué me has preparado hoy.

Dolores era una de las empleadas que más tiempo llevaba acudiendo cada noche dispuesta a llevar a cabo las tareas de limpieza de la prisión y, desde el primer día, se ocupaba de traer los más diversos guisos para los funcionarios del turno.
- Albóndigas a la jardinera -contestó-. Y cuidadito con lo que te comes, que ha de haber para todos.
Los demás rieron ante los monitores de vigilancia.
- Oye -preguntó otro, llamado Gómez, levantándose y dirigiéndose a una de las empleadas -, tú eres nueva, ¿ no ?
- Sí -respondió la joven-, pero vendré pocos días. Encarna se ha hecho un esguince en un tobillo y la substituiré mientras esté de baja.
- Vaya, lástima que sea algo temporal -dijo mientras se subía la cintura de sus pantalones, cosa que acentuó aun más su prominente estómago-, eres mucho más guapa que Encarna. Si necesitas algo, ya sabes donde estoy. La joven sonrió cortésmente y se alejó tras Dolores y el resto de sus compañeras. Cuatro horas y media después, las empleadas del servicio de limpieza se dispusieron a abandonar la prisión hasta el día siguiente.

- Por cierto -exclamó Gómez socarronamente desde la cabina de vigilancia a la vez que desconectaba la reja de paso a los pasillos exteriores-, ¿ a qué se debe ese parche ?, ¿ te sacaste un ojo con el palo de la escoba ?
Dolores le dedicó una mirada de desaprobación y la joven se limitó a fingir una mueca de burla antes de desaparecer del recinto.
- Qué bruto eres -le soltó otro de los vigilantes.
- ¿ Qué pasa ?, me había quedado con las ganas de decírselo, no te enfades. ¿ Qué, miramos el partido ?
- Venga, por mí vale. Parece que la noche se presenta tranquila. Hasta Romero está calmado, no se le oye desde hace un buen rato.
- A lo mejor es que ya ha venido el diablo y se lo ha llevado.
- A lo mejor.

Gómez y sus compañeros rieron con ganas mientras en uno de los monitores comenzaban a aparecer las primeras imágenes de la grabación del partido. En la celda de Alejandro Romero, su cadáver descansaba sobre un charco de sangre, con las costillas reventadas y los ojos flotando en el fondo del retrete.

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