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Gustave estaba en su casa, como casi siempre, tumbado ante el televisor. Cavilaba sobre la conveniencia de salir de caza esa misma noche. Se le habían acabado las provisiones de verdura antes de lo previsto y el colmado en el que hacía sus encargos había cerrado por vacaciones. Pensó en dirigirse a un supermercado, de esos que están abiertos las veinticuatro horas del día, y luego buscar alguna joven incauta y aumentar sus reservas de carne congelada. Pero tenía mucha pereza. Gustave acabó decidiendo que, definitivamente, no se sentía con ánimos. Además, había comenzado a llover. Podía oír las gotas repiqueteando contra los maderos del exterior de las ventanas.
Lo que no imaginaba era que esa noche iba a ser diferente a las demás. Mientras estaba absorto en sus pensamientos, alguien llamó a la puerta. Sobresaltado, decidió no abrir.
- ¡Márchese! -gritó-, sea quien sea no es bienvenido.
Volvieron a llamar.
- ¡He dicho que se vaya! -gritó de nuevo.
Gustave se intranquilizó. El único contacto que tenía con el exterior era a través de su particular relación con el dependiente del colmado, quien estaba de vacaciones. Por otro lado, hacía siglos que sus vecinos no trataban con él. No necesitaba ni deseaba visita alguna.
Durante unos minutos a partir de la segunda llamada no se oyó más ruido. Gustave estuvo un rato mirando hacia el pasillo, pero parecía que el visitante, fuese quien fuese, había desistido. Así pues, volvió a centrar su atención en el televisor. Entonces oyó algo que le asustó y le hizo girarse de nuevo. El sonido que súbitamente había llegado desde el recibidor le resultó familiar y le dejó petrificado. La puerta de su casa se acababa de cerrar. Casi de inmediato, en el salón apareció un individuo enigmático. Vestía un traje de color verde ortiga, varias tallas por encima de la que realmente necesitaba. Y lo mismo ocurría con sus zapatos, de un número exagerado. En el ojal de la chaqueta llevaba prendida una enorme margarita y del cuello le colgaba una larga corbata anaranjada, teñida por un estampado de topos violeta. El individuo llevaba la cara tapada por una máscara de payaso en la que destacaba una brillante nariz roja que se iluminaba intermitentemente. Sin mediar palabra, el visitante apartó su mirada del asustado Gustave y la fijó en la puerta de la cocina. El gesto no le pasó desapercibido a Gustave, que notó como un sudor frío le recorría el espinazo.
- Alto -exclamó-, ni pensarlo. Ahí no se puede pasar.
Entonces se levantó y se plantó ante la figura inmóvil del desconocido.
- ¿ Quien es usted ?, ¿ a qué ha venido ?, y lo más importante, ¿ como ha entrado ?
Gustave hablaba atropelladamente.
Como única respuesta, el visitante misterioso se despojó de la careta. Era una mujer, una mujer preciosa incluso con aquel parche tapándole el ojo.
Lilith, que aun no había abierto la boca, se acercó al clown. Se acercó tanto que éste pudo notar el frío que despedía su cuerpo. De pronto, sin avisar, Lilith le propinó un bofetón y le hizo a un lado, dirigiéndose acto seguido hacia la cocina. Una vez en el interior, abrió el refrigerador y echó un vistazo dentro. Luego clavó su ojo sano en los de un atemorizado Gustave, quien no empleó ni un segundo en dar media vuelta y echar a correr hacia el pasillo. Sin embargo, cuando llegó a la puerta de la casa constató horrorizado que el pomo no cedía. La puerta estaba cerrada con llave y ésta no se encontraba a la vista. Tragó saliva con dificultad y se giró. Lilith había salido ya de la cocina y avanzaba hacia él, sonriendo diabólicamente mientras se acariciaba los pechos y el sexo por encima de sus ropas.
-Dios mío -exclamó Gustave mientras notaba como las piernas le comenzaban a fallar.
Lilith llegó ante él y se arrodilló para desabrocharle los pantalones. Luego bajó los malolientes calzoncillos de Gustave. Él comenzó a llorar como un niño. Entonces Lilith se incorporó y le agarró por la corbata para, con fuerza, estirar de él en dirección al baño. Gustave caminaba con dificultad, con los pantalones y la ropa interior enrollados en los tobillos. Era una escena entre cómica y patética. Ya en el cuarto de baño, Lilith le desnudó por completo sin encontrar resistencia y, después de ajustar el tapón en el desagüe de la bañera, obligó a Gustave a entrar en ella y sentarse. Luego abrió el grifo del agua caliente y apoyó la palma de su mano derecha sobre el pecho del payaso, quien quedó inmovilizado y sin posibilidad de escapar.
- Por favor... -imploró sollozando.
- ¿ Eso es lo que te decían las pobres chicas que acabaron en tu nevera ? -preguntó Lilith.
- Lo siento mucho -dijo él, notando como un agua increíblemente caliente comenzaba a cubrirle las piernas.
Lilith rió con ganas.
- Tus súplicas no van a ayudarte conmigo, payaso impotente.
Lilith le introdujo la mano izquierda en la boca y, utilizando sus uñas duras y afiladas como garfios, le arrancó la lengua de cuajo. El músculo viscoso y tumefacto cayó sobre las baldosas del suelo. Gustave dejó escapar un aullido de dolor. Mientras, el nivel del agua alcanzaba ya la mitad del recipiente y la temperatura de su cuerpo se elevaba de manera peligrosa. En su cada vez más enrojecida piel comenzaron a levantarse pequeñas ampollas blanquecinas. Gustave intentó zafarse, pero la presión que aquella mujer de aspecto delicado ejercía sobre su tórax era sobrehumana.
Cuando el agua le llegó al cuello, las ampollas comenzaron a reventar junto con los capilares y las venas más superficiales de su dermis. El dolor que sentía era inmenso, pero Gustave, desesperado y deslenguado, no podía gritar. Fue entonces cuando ocurrió el milagro.
- Caramba -exclamó Lilith divertida-, mira lo que tenemos aquí.
El pene de Gustave estaba ahora erguido como nunca. El payaso, que se maldijo en silencio, no tuvo ocasión de alegrarse por su repentina e inesperada erección, si es que en aquellos momentos tenía razones para alegrarse por algo. Lilith introdujo su mano bajo el agua bullente sin que su piel sedosa sufriese el más mínimo daño y le arrancó a Gustave los testículos. Antes de que el pobre pudiese echarlos en falta, Lilith le hundió la cabeza hasta que los ojos le estallaron como si se tratasen de un par de renacuajos sumergidos en ácido sulfúrico.
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