martes, 10 de abril de 2012

Cabezas de Hidra – Capítulo decimosexto (IV)


6


Christine llevaba ya unas cuantas tardes observando el comportamiento de aquellos niños a la salida del parvulario. Descubrió que uno de ellos acostumbraba a permanecer entre cinco y diez minutos jugando en el portal hasta que aparecía su madre. Los primeros cinco o seis minutos estaba vigilado por una joven educadora. Pero, si la madre se demoraba, la chica subía entonces a un todo terreno azul con quien parecía ser su novio, y desaparecía dejando al pequeño solo durante unos tres o cuatro minutos. Christine no podía entender como la madre del pequeño no había puesto el grito en el cielo al ver que ocurría aquello. Sin embargo, la actitud de la educadora, consentida al parecer por la madre del chiquillo, le iba a beneficiar a ella.

Cuando esa tarde la joven subió al todo terreno, Christine se acercó al pequeño sabiendo que la madre podía aparecer en cualquier momento.
- Hola -le dijo al niño-, tu mamá me ha dicho que hoy no podrá venir, ¿ te vienes conmigo ?
- ¿ Y tu quien eres ? -preguntó él sin mirarle a la cara.
- Una amiga suya -contestó Christine.
El pequeño siguió jugando distraído.


- Yo me llamo Eugene, ¿ sabes ?.
- Claro -mintió ella-, me lo ha dicho tu mamá.
Entonces, Eugene se levantó y le tendió la mano a aquella desconocida.

No tardaron en llegar a casa. Hasta ese momento, Eugene no había mostrado señal alguna de temor o recelo. Se limitó a sacar del bolsillo del pantalón un considerable número de canicas, preciosas cuentas de cristal lacado en tonos bermellones, anaranjados y violetas, y a esparcirlas por el suelo.
- Caramba -exclamó Christine, arrodillándose junto a él-, que bonitas son.
- Son chinas -contestó él sin dejar de mirar su pequeño tesoro-, ¿ me vas a dar merienda ?

Christine le mesó los cabellos, finos y cortos. Estaba emocionada. Pensó que, de haber podido criar a un hijo, hubiese deseado que fuese como Eugene. Sereno, valiente, y muy guapo. Aquel crío era la única de sus víctimas que, a los pocos minutos de encontrarse a solas con ella, no había llorado pataleando y llamando a su madre. Era, en definitiva, el único que no la había rechazado de vueltas a primeras. No obstante, tal emoción no debía influir en ella. Christine era consciente de que lo que tenía que ocurrir no debía posponerse. Eugene, a pesar de todo, moriría después de satisfacer su peculiar sentido de la creatividad.
- Espera aquí -le dijo dulcemente-, te traeré leche y unas galletas.

Cuando regresó, le entregó al chico un largo vaso de leche tibia.
- Ahora mismo me acaba de telefonear tu madre -mintió una vez más-. Enseguida estará aquí. Ahora, bébete la leche.

Eugene le hizo caso y, en unos tres minutos, la droga diluida en la leche provocó que el pequeño se desplomase pesadamente sobre sus canicas. Christine comenzó a prepararse. Comenzaban para ella unos días de duro trabajo.

7

Semanas después, una nueva y macabra creación estaba lista. Esta vez, sin embargo, el estado general del pequeño era bastante delicado. En un par de ocasiones, el niño casi pierde la vida en la mesa del rudimentario quirófano. Christine debía darse prisa en culminar su obra antes de que Eugene falleciese. El pobre ya no tenía ojos, en sus cuencas vacías brillaban ahora sendas canicas. Sus dientes estaban atornillados los unos a los otros, los de arriba con los de abajo, y sus labios habían sido tratados con ácido para dejar al descubierto unas laceradas encías sangrantes. Siguiendo el ejemplo del infame Doctor Gebhardt, oficial médico del campo de concentración de Ravensbrück, Christine había alcanzado un nuevo nivel de crueldad. Los dos bracitos de la criatura eran un amasijo de piel y carne. Los músculos, sin el apoyo de los huesos, que le habían sido extirpados, carecían de movilidad. Las piernas, por su parte, estaban quebradas y curvadas gracias a diferentes férulas y clavos que mantenían dichas extremidades en una postura forzada y anormal. Su cuerpo menudo estaba únicamente vestido con un calzoncillo en el que Christine había integrado, en la zona del pubis, un pene de látex, erecto y de considerable longitud, que había adquirido en un sex-shop de Montmartre. Sobre el pecho lampiño de Eugene, varias incisiones a medio cicatrizar componían las palabras "mamá te quiere".

Christine cogió el cuerpo y lo depositó con sumo cuidado sobre el suelo de la habitación. Entonces, totalmente enajenada, comenzó a tomarle fotografías con su vieja Polaroid mientras danzaba desnuda a su alrededor y cantaba canciones de cuna. Cuando se cansó de dar vueltas, se sentó sobre la cintura del pequeño para que su falo sintético la penetrase. En un momento dado, notando que se acercaba el clímax de su excitación, agarró con ambas manos la cabecita del infeliz y, con los ojos en blanco y gimiendo de placer, le fracturó las vértebras en el momento en que alcanzaba un intenso y prolongado orgasmo. Luego perdió el sentido.

Volvió en sí varias horas más tarde. Se había quedado dormida y ahora tenía frío. Estaba algo preocupada, no entendía la razón de su desvanecimiento. Sin embargo, decidió no darle mucha importancia y achacarlo al estrés. Christine se incorporó, dejó el cuerpo sin vida de Eugene sobre la mesa de operaciones y se dirigió a la cocina. Tenía sed.

8

- Bueno -le preguntó Omar-, ¿ te la llevaste a la cama, o qué ?

Pierre, que estaba hambriento, contestó mientras se servía otra galleta untada con mantequilla y mermelada de albaricoque. Por suerte, sus amigos aun no se habían marchado cuando había llegado a casa.
- Más bien me llevó ella.
- ¿ Qué quieres decir ? -preguntó Jimmy que, al igual que sus amigos, no había comenzado aun a desayunar, esperando ansioso el relato de los detalles de lo ocurrido la tarde anterior.
- No es lo que creéis -exclamó Pierre.
- Entonces -preguntó Amir-, ¿ no follásteis ?
- No, ...bueno sí, pero -Pierre bebió un sorbo de café-, fue como si en realidad yo no hubiese estado allí. Es difícil de explicar.
- Inténtalo -Amir rió.
- Yo no era yo, no sé si me explico. Me sentía como una marioneta.
- Todos lo somos en manos de las mujeres -exclamó Jimmy provocando las carcajadas de sus compañeros.
- En serio -dijo Pierre, visiblemente contrariado-. Os digo que no era yo. Ni siquiera disfruté con ello.
- Vale, vale, no te pongas así -le interrumpió Omar-. Si tan traumática ha sido la experiencia, lo mejor que puedes hacer es olvidarla.
- De ninguna manera, debo volver a verla para que me aclare lo que ocurrió. Estoy seguro de que nada de lo que pasó ayer es casual, y quiero averiguar qué es lo que esa mujer quiere de mi.
- Tu verás.

Omar optó por no continuar con el tema y, al igual que los demás, se dispuso a dar cuenta del desayuno.



9

Al salir de casa, el grupo inició un nuevo recorrido turístico. Esa mañana estaba previsto visitar el cementerio de Pere Lachaise. Una vez allí, Amir no paró hasta encontrar la tumba de Jim Morrison. Más tarde deambularon por las calles adyacentes hasta bien entrado el mediodía y se encaminaron hacia los Jardines de Luxemburgo. Tras una prolongada estancia en el recinto, buscaron una pizzería para saciar su apetito. Comieron ensaladas, pasta y pollo asado. Un discreto helado y el casi obligado café pusieron fin a la comida. Después de pasar un buen rato conversando, aunque obviando cualquier referencia a la aventura de Pierre, éste comunicó a sus amigos que debía marcharse.

- Bueno, creo que ya es hora de que me vaya.
- ¿ Te veremos esta noche ? -le preguntó Omar.
- No lo sé. De todas formas, no os preocupéis por mi. -
- Cuídate - le dijo Jimmy, que se levantó para abrazar a su amigo.
- Estoy bien, de verdad. Quizá todo esto no es más que un producto de mi imaginación, pero debo estar seguro.

Dicho ésto, Pierre abandonó el local apresuradamente, en busca de la parada de Metro más cercana.

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