sábado, 7 de abril de 2012

Cabezas de Hidra – Capítulo decimosexto (III)


4

Esa mañana, Louis había llegado temprano al FNAC de Les Halles, y estaba enfrascado en la búsqueda de un ejemplar de Le Fataliste, de Jacques de Diderot, sin advertir que a poca distancia una mujer parecía interesada en el mismo autor. Cuando se dio cuenta de ello, el libro que hasta entonces había intentado localizar pasó a un segundo plano. Su objetivo, a partir de ese instante, iba a ser otro bien diferente. Con la seguridad y el aplomo que solo proporciona la experiencia, se dispuso a echar su red. Calculó que aquella mujer tendría alrededor de sesenta años.
Louis, falsamente sorprendido por la casualidad del mutuo interés de ambos por la obra de Diderot, entabló con la dama una animada conversación que desembocó, como no podía ser de otra manera, en una invitación para tomar juntos un refresco.

La pareja no tardó en tomar asiento en uno de los cafés del Forum y, en pocos minutos, mientras Louis jugueteaba con el botellín vacío de su Perrier, la mujer comenzó a desnudar ante él su alma solitaria. Se llamaba Antoine.

- Soy viuda, ¿ sabe ? -explicó-. Mi marido, Dios lo tenga en su gloria, poseía un taller de sastrería y era muy bueno en su oficio, la verdad. Pues bien, cuando murió, el pobre, mis dos hijos, que también son sastres, se hicieron cargo del negocio. Desde entonces me dedico a disfrutar de la vida y, hasta que el Señor decida llevarme con él, me gasto el dinero que mis hijos me pasan en concepto de mi participación en el negocio. Asisto a espectáculos, realizo excursiones, conozco a gente y, en definitiva, vivo. Ah, y adquiero buena literatura. Me encanta leer.

- Lo que son las cosas -dijo Louis fingiendo sorpresa. En pocos minutos ya había hilvanado mentalmente una historia a la medida de su presa.
- Mi mujer era costurera, y muy buena también.
- ¿ Era ? -le interrumpió Antoine.
- Sí -contestó él-, falleció hará ahora siete meses. Yo, como usted, también me he propuesto salir. Doy paseos e intento distraerme para no pensar tanto en ella. Lo malo es que, a veces es tan difícil.
Louis consiguió que de sus melancólicos ojos brotasen sendas lágrimas. Dejó pasar unos segundos y tomó aire.

- Disculpe, pero es que su recuerdo aun me llena de emoción. La pobre padeció mucho antes de dejar este mundo, y nunca le oí ni un lamento. Era verdaderamente maravillosa.
La aparente sinceridad y dulce amargura con la que Louis se expresaba, lo compungido que parecía, subyugaron a la incauta viuda que, sin ser consciente, había caído en las garras de un ser ruin y desalmado.

- Te comprendo perfectamente -le dijo mientras cogía sus manos y comenzaba a tutearle-, y no debes avergonzarte por tener esos sentimientos. Que los que nos quedamos intentemos disfrutar del tiempo que nos queda no significa que debamos olvidar a los que se marchan. Y, por cierto, no me trates de usted.
Louis sonrió levemente y asintió en silencio. En cuanto la invitó a comer, Antoine no tuvo otra opción que la de aceptar.

- Ya verás, tengo preparadas desde ayer unas deliciosas Tripoux de mout con cebollitas y ajo.
- Me encantan -dijo Antoine-, y de un día para otro aun están más sabrosas.
- Muy bien entonces -dijo él levantándose-, pero antes daremos un paseo. Hace un día excelente.


5


A mediodía, la pareja llegó a casa de Louis. Acababan de traspasar el umbral cuando, por sorpresa, él la besó.
- Vaya, lo siento, lo siento de verdad -se apresuró a exclamar, fingiendo sentirse avergonzado mientras cerraba la puerta tras ellos.
Antoine sonrió.
- No tienes de qué preocuparte -dijo con voz pausada-, de hecho esperaba que ocurriese cuando he aceptado tu invitación. Incluso puedo decirte que lo deseaba. Somos humanos, Louis, y por mucho amor y respeto que sintamos hacia la memoria de nuestros familiares desaparecidos, también estamos necesitados de afecto y compañía. Además, somos adultos ¿ no ?.
- Entonces, ¿ no te ha molestado ?
Antoine le besó en la mejilla.
- Para nada. Si te soy sincera, me has dado una alegría. Durante años ningún hombre se ha interesado en mi como mujer, ya me entiendes. Y aunque la gente se imagina que a nuestra edad ya no tenemos ciertas necesidades, he deseado muchas veces que un caballero bien plantado hiciese lo que acabas de hacer tu. Así que, te lo repito, no te avergüences.
Antoine, entonces, se adentró en la vivienda.

Louis, ella no lo sabía, había quitado de la vista casi todas las imágenes de sus ídolos y había desmontado el portafotografías que acostumbraba a tener instalado junto al televisor. Pero, debido al trajín de instantáneas, una fue a caer bajo el sofá, en donde la encontró Antoine.

- Vaya -dijo mientras se agachaba a recogerla-, ¿ de quien es esta fotografía ?. - Se llama Lolita.
- Ah sí, de Vladimir Nabokov. He visto las dos versiones cinematográficas y, particularmente, me gusta mucho más la de James Mason. Pero, que raro, siempre había creído que Lolita era rubia. ¿ De qué versión es esta imagen ?...

Antoine continuó hablando pomposamente sin advertir los esfuerzos que Louis ponía en disimular una mueca de desprecio.
- ...y no es que no me guste Jeremy Irons. De hecho, me resulta sumamente atractivo, pero la versión de Mason era más, ¿ como decirlo ?, más...

Louis intervino secamente, deseando evitar de alguna manera que su interlocutora se hundiese más y más en las oscuras aguas de la equivocación. -
Me refería a Lolita, la hija de la gran artista española Lola Flores,.
- ¿ Lola Flores ?, no la conozco -dijo Antoine visiblemente contrariada.
- Se trata de un verdadero mito, una figura indiscutible. Una vez, en un programa de televisión, Lolita le preguntó a su madre : Mamá, ¿ qué es el duende ?, a lo que Lola Flores, con su gracia característica, le respondió sin dudar : Duende, hija, es lo que tiene tu hermana Rosario, pero tu también cantas muy bien.
- Ya, pues no sé qué decirte.
- Es que no te he contado -añadió Louis- que a mi me gusta mucho el mundo de la canción y el cine españoles.
Antoine sonrió, pero viendo que la conversación estaba tomando unos derroteros por los que ella no podría seguir con un mínimo de coherencia, decidió cambiar de tema.

 

- ¿ Es esa la puerta de tu dormitorio ? -preguntó mirando hacia el fondo del pasillo que partía desde el comedor.
Louis asintió.

Antoine se encaminó hacia la habitación, abrió la luz y echó una ojeada a la estancia. Entonces, se giró y le tendió la mano a Louis, quien la observaba inmóvil desde el principio del pasillo. En una actuación digna de ser premiada con, no uno sino dos Oscar, simuló inseguridad y timidez, incluso se ruborizó cuando Antoine comenzó a desvestirse tremendamente excitada. Como ya le había contado, tenía ciertas necesidades y, por desgracia, no disfrutaba de demasiadas ocasiones para satisfacerlas.

Louis entró en la habitación y, sin levantar los ojos del suelo, se desnudó lentamente. Luego se colocó tras Antoine y le besó los hombros con delicadeza mientras le rodeaba la cintura con sus brazos largos y huesudos. Antoine, impaciente, se inclinó sobre la cama para retirar la colcha que la cubría. En ese momento, Louis cogió el pañuelo de seda Hermes que ella había dejado sobre una silla con el resto de sus ropas, y le rodeó el cuello.

Le costó horrores ahogarla. Louis apretaba con fuerza, pero aquella mujer estaba dotada de un cuello grande y cubierto por una capa de tejido adiposo que dificultaba la labor. Además, no paraba de moverse presa de la histeria y el miedo. Louis le propinó varias patadas en las piernas y cargó todo su peso sobre ella para desequilibrarla. Cuando cayeron al suelo, continuó oprimiendo con la tela la garganta de su víctima, quien manoteaba y gritaba sin cesar.

Sin embargo, llegó un momento en el que Louis, empapado en sudor, dejó de advertir resistencia. Cuando comprobó que Antoine ya no respiraba, exhausto pero excitado como nunca antes, le dio la vuelta al cadáver y lo poseyó allí mismo. Definitivamente, Louis le estaba tomando afición a la necrofilia.

Después de eyacular, permaneció por unos minutos tumbado sobre el cuerpo inmóvil de Antoine, notando como la temperatura de éste bajaba. Luego lo envolvió en una gran bolsa impermeable de lona y arrastró el bulto hasta el recibidor. Había llegado la hora de recoger en su particular diario las impresiones que este nuevo asesinato había suscitado en él. Al día siguiente, temprano, ya trasladaría el cadáver hasta su vehículo para, posteriormente y como en anteriores ocasiones, hacer desaparecer el cuerpo.

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