jueves, 19 de abril de 2012

Cabezas de Hidra – Capítulo decimoséptimo (II)


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Y fue en medio de ese ambiente opresivo de segregación, temiendo siempre ser víctima de acusaciones de herejía, que el joven Eliseo Bertiz, huérfano, decidió un buen día emigrar al continente americano junto a su tío Ceferino y olvidar de esa manera la desgracia que marcaba su vida.

El destino de su viaje fue la isla de Cuba. Una vez allí, Eliseo se dedicó a las más variopintas tareas hasta que, transcurridos unos meses, vio su nombre incluido en la lista de operarios que debían participar en el montaje y desarrollo de la que estaba llamada a ser la primera vía férrea del territorio español, la línea Bejúcal-La Habana, proyectada con el propósito de abaratar los costes del transporte del azúcar de caña.

La inauguración tuvo lugar en 1837. Por esas fechas Eliseo ya estaba establecido en La Habana y, a punto de contraer nupcias con Clara, la única hija de un emigrante catalán que había logrado amasar una pequeña fortuna. Cuando quedó huérfana, pues sus padres fallecieron ambos víctimas de la tuberculosis, heredó el negocio familiar, una hacienda en Cienfuegos con noventa y dos empleados.

Eliseo, el Agote, y su esposa vivieron solos y felices en su nueva residencia durante varios años. Por fin, en 1845, un agraciado acontecimiento hizo mayor la dicha de la pareja. Nació Pedro.

El primogénito de los Bertiz creció al amparo de una sociedad bienestante, controlada por emigrantes españoles, que, sin embargo, comenzaba a tener serios problemas con la metrópoli. La causa, entre otras, fue la nueva ley contra el comercio de esclavos.

Los años fueron pasando y, siendo ya adolescente, Pedro cometería un acto irracional que cambiaría su vida para siempre.

Ante la perspectiva de una visita de cortesía a la familia de los Zuloaga, Eliseo y Clara le pidieron a su hijo que les acompañase. Eliseo tenía la secreta ilusión de que a Pedro le gustase Isabel, única hija y por tanto heredera, de Alfonso Zuloaga. Pero, por contra, de quien Pedro quedó prendado nada más conocerla fue de Berta, la esposa de Alfonso. Ésta, a su vez, sucumbió casi de inmediato a los encantos de aquel educado joven de cuerpo atlético, tez morena y ojos azules, que no puso empeño en disimular su admiración por ella.

Así, mientras Eliseo y Alfonso, que parecía no haberse enterado de la situación, saboreaban un ron en el amplio comedor de la casa, Berta y Pedro fundieron sus cuerpos en el interior de una estancia dedicada al almacén de telas.

- Lo que no sé es dónde se ha metido mi hijo -comentó Eliseo tras dar un sorbo a su vaso.
- Después de la cena me ha pedido permiso para visitar las caballerizas -respondió Alfonso encendiendo un cigarro-, y le he dicho a Berta que le acompañe. Espero que no te importe.
- Oh no, claro que no -respondió Eliseo antes de bajar la voz-, pero me hubiese gustado que le acompañase Isabel, ya me entiendes.
Alfonso rió.
- Así que sigues empeñado en casar a nuestros hijos. ¿ Lo sabe Pedro ?.
- Por supuesto que no, y tú no le comentes nada.
- No te preocupes.

Eliseo y Alfonso ya habían mantenido una conversación en ese sentido unos diez años antes. En realidad, ninguno de los dos se la tomó muy en serio dado que los niños eran aun pequeños y era una tontería plantearse tal cosa. Pero Alfonso veía ahora que la idea había permanecido en la mente de Eliseo durante todo ese tiempo.

- Mi hija está con tu mujer en la cocina. Se ha empeñado en que la ayude a confeccionar un pastel de fruta.
- Pues ha dado con la maestra perfecta.
- La verdad -dijo Alfonso aspirando el humo de su tabaco- es que tu hijo es muy apuesto e Isabelita una muchacha preciosa. En ese sentido harían una pareja perfecta. Pero conozco a mi hija, y no sé yo si su carácter temperamental e independiente sería del agrado de tu hijo.
- Ah bueno, por eso no te preocupes.

En ese momento, Pedro hizo acto de presencia por lo que Eliseo cambió de tema.
- Vaya -le dijo-, ¿ que tal por las caballerizas ?
- Bien -respondió su hijo lacónicamente.
- Sírvete un ron hombre -le invitó Alfonso-, o un cigarro si lo prefieres. Tu mismo.
- Gracias.
- Por cierto -añadió-, ¿ te han gustado mis yeguas ?
Pedro se sirvió un ron antes de contestar.
- Sí señor, son preciosas.
- ¿ Cual te ha gustado más ?


Pedro notó como se le formaba un nudo en la garganta. La pregunta le había provocado una asociación de ideas harto embarazosa.
- No sabría que decirle -contestó-, eran todas tan bonitas.
- La que más le ha llamado la atención ha sido Grisa -intervino Berta.
- Pues oye muchacho, cuando quieras montarla no tienes más que decírmelo.
- Lo haré -respondió Pedro, y apuró de un trago su vaso de ron.

A partir de ese día, Berta y Pedro no tuvieron más ocasiones de estar juntos a solas. Pero, lo que es la vida. Aquel encuentro ocasional, aquellos minutos de lujuria pecaminosa, habían bastado para marcar el destino de ambos. Berta había quedado embarazada y, dado que por culpa de un accidente cinco años atrás, Alfonso padecía de impotencia, la traición conyugal fue manifiesta.

A golpes de vara, Alfonso Zuloaga consiguió arrancarle a Berta el nombre del infame padre de la criatura que gestaba en su vientre. Pedro Bertiz no pudo hacer otra cosa que huir, y jamás conoció a su hijo.
Se ocultó en Santiago por una corta temporada y de allí regresó a la patria de sus ancestros. No quiso dirigirse al valle de Baztán, por lo que viajó hasta Segovia dispuesto a rehacer su vida. Murió veinte años más tarde dejando viuda y una hija sin imaginar siquiera que, algunas generaciones después, uno de sus descendientes iba a convertirse en funcionario de la Embajada española en La Habana, la capital de una Cuba muy diferente a la que él conoció.

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