4
Philippe llegó junto al Renault 5. Abrió la portezuela del copiloto y sacó un paquete de Gitanes de la guantera. Encendió un cigarrillo, el primero en años, y dirigió una mirada triste y apática hacia el sendero que conducía al estanque. Pensó en Pierre, en Jeanette, incluso dedicó unos segundos al recuerdo de Eve-Marie. Pensó también en su padre. Había intentado huir de todos ellos y, aunque su recuerdo permanecía aun aferrado a su cerebro, en el fondo se sentía libre. Pero, pareja a la libertad, se encontraba implícita cierta desorientación. Incluso después de su fallecimiento, su padre había seguido ejerciendo un control absoluto sobre su existencia. El bufete, su esposa, todo le había sido impuesto por él. Y ahora que nadie movía los hilos de su vida, Philippe se sentía como un pelele, una marioneta sin manipulador. Había salido de un pozo para caer en el abismo del desamparo. En resumen, había perdido la partida. Y lo peor de todo era que no podía consentir que su caída arrastrase a Gemma. Su angustia no debía emponzoñar el alma herida de aquella maravillosa criatura que acababa de conocer. Ella, aunque no se lo había explicado con detalle, también huía de algo oscuro y tenebroso, y estar junto a él no iba a ayudarla en absoluto a superar las dificultades que todo nuevo comienzo conlleva. En definitiva, Gemma tendría más oportunidades de rehacer su vida si él, un cobarde amargado, no estaba con ella.
Entonces, Philippe miró la cesta de picnic, se echó a llorar y, con ademán cansino, encendió otro cigarrillo.
5
Shinichiro salió de Barcelona por la carretera de la costa, conduciendo el Nissan Patrol que su contacto le había proporcionado. Hasta el mediodía no llegó al término municipal de Sant Vicenç, su objetivo. Las instrucciones que poseía le indicaban que debía situarse en un lugar de las montañas marcado con una cruz en su mapa. La inexperiencia, y el tiempo que dedicó a recorrer los caminos que discurrían entre bosques y barrancos hicieron que, cuando Shinichiro llegaba al punto exacto, estuviese cayendo ya la tarde.
Detuvo el Nissan. Escondió el maletín con el dinero bajo el asiento del copiloto, y cerró las puertas con llave después de salir del coche. Luego dio un corto paseo por los alrededores para desentumecer las piernas. Más tarde, pero antes de que el sol se ocultase tras el contorno de las montañas, plantó su iglú de campaña bajo una enorme higuera, y se dispuso a comer algo. Los dos bocadillos vegetales de pan de molde que había comprado por la mañana se habían reblandecido y casi cocido dentro de su envoltorio plástico.
Shinichiro no entendía el por qué de aquella pantomima. Hubiese sido más fácil, a su modo de ver, presentarse en casa de Alejandro Romero, darle los cincuenta mil dólares, recoger la imagen de jade y regresar a su hotel para, de haber tiempo, comportarse como un turista por unos días más.
Pero Shinichiro conocía muy poco, en realidad nada, a Alejandro Romero. Éste no se fiaba ni de su sombra. En los últimos meses, las filtraciones en su organización habían comenzado a ser demasiado habituales y habían provocado que, en ocasiones, aun corriendo un enorme riesgo, él mismo tuviese que supervisar in situ alguna operación.
Además estaba el tema de la desaparición de su hija Emilia. Temía que la hubiesen secuestrado, aunque de momento nadie había intentado ponerse en contacto con él. Fuese como fuese, mientras esperaba el resultado de unas pesquisas llevadas por uno de sus colaboradores de confianza en lo referente a las grietas en sus filas, prefería llevar todos sus asuntos con extrema precaución. Y eso incluía no dejar que un japonés desconocido penetrase en sus dominios.
Ya había oscurecido cuando un nervioso Shinichiro divisó, al final del camino que horas antes había tomado él para ascender por las montañas, las luces de un automóvil que se dirigía hacia su posición a gran velocidad. El vehículo, un Audi A6, se detuvo junto al Nissan sin parar el motor. Shinichiro hizo la señal convenida agitando una pequeña linterna de bolsillo. Del coche salió entonces un hombretón de complexión fuerte que echó a andar hacia él.
- ¿ Eres el enviado de Zatoichi ? -le preguntó con corrección y utilizando un timbre de voz afeminado que no se correspondía con su apariencia.
- Sí. Me llamo Shinichiro. Dôzo Yoroshiku.
- ¿ Qué ?
- Perdón, que encantado de conocerle.
- Sí, sí, estupendo, yo también, pero ¿ traes el dinero ?
Shinichiro, un tanto nervioso, decidió entonces representar un papel para el que no le habían preparado, pero que había visto en infinidad de películas.
- Antes quiero ver el material -dijo muy serio, lo que provocó la hilaridad del sicario de Alejandro.
- Tranquilo muchachito -le dijo sin parar de reír-, que ya lo verás. El intercambio lo haremos mañana al amanecer, ¿ de acuerdo ?
Antes de desaparecer, le tomó una foto a Shinichiro con una Polaroid dotada de flash.
- Hasta mañana, Van Damme -añadió carcajeándose, y echó a andar hacia el Audi, que ya había maniobrado para regresar camino abajo.
Cuando el silencio, únicamente perturbado por algún grillo, volvió a sumir la zona bajo su manto, Shinichiro respiró hondo.
- Seré imbécil -pensó.
Regresó al iglú y tomó un sorbo del botellín de ginebra que había adquirido en el avión y que se había guardado en previsión de momentos de necesidad como ese. Luego se metió en el saco y cerró la cremallera. No pudo pegar ojo en toda la noche.
Cuando salió el sol, Shinichiro recogió sus pertenencias y se sentó en el interior del coche, con las puertas abiertas de par en par. Para matar el rato se empeñó en resolver el crucigrama de un viejo periódico que había encontrado en el portaequipajes. Descubrió que aun era pronto para decir que dominaba el idioma.
A las nueve de la mañana, con la temperatura elevándose y pronosticando un nuevo día, tanto o más caluroso que el anterior, Shinichiro acabó con sus escasas provisiones. Tragó el último trozo de una magdalena y se dispuso a esperar. Mirando el botellín semivacío de ginebra, fue consciente de que había cometido un grave error al no llevar consigo un poco de agua.
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