lunes, 12 de marzo de 2012

Cabezas de Hidra – Capítulo decimocuarto (I)

1

 

Shinichiro llegó a Barcelona. Estaba rendido. En total, habían sido veintiséis horas de viaje, y el billete que le había proporcionado Zatoichi era de clase turista. Había tenido que viajar de Tokyo a Francfurt, incluyendo una parada técnica en Moscú, y de allí hacia Barcelona a bordo de un pequeño cuatrimotor a hélices. Lo primero que hizo, después de recoger su equipaje de la cinta de reparto y atravesar el control de inmigración, fue buscar los servicios. Su vejiga estaba a punto de reventar. Luego, salió al exterior de la terminal y cogió un taxi. El sol del mediodía brillaba en un cielo azul y libre de nubes.
- Al hotel Vergara, por favor -dijo en un castellano perfecto, y se arrellanó en el asiento.

El trayecto no fue excesivamente largo, por lo que poco tiempo después de tomar tierra en la capital catalana, Shinichiro conseguía, al fin, tumbarse sobre una cama limpia y mullida. Pretendía descansar un rato y luego dar un corto paseo por la ciudad, pero solo fue capaz de descalzarse. El sueño le venció y le mantuvo dormido hasta el amanecer del día siguiente. La cita con su contacto en Barcelona estaba programada para el miércoles. Siendo lunes, tenía únicamente dos días para dedicarse a hacer turismo.
Dudó entre ir a su aire o contactar con su amigo Gerard, con quien se carteaba y de quien sabía que había estado en Japón y no le había visitado. Decidió no molestarle.
- Cuando todo esto acabe -pensó-, le enviaré una carta y le diré que yo también he estado en su ciudad y no le he llamado para verle.

Shinichiro visitó el templo de la Sagrada Familia, el Park Güell, y otros lugares de indudable interés, y no se sorprendió de encontrar un gran número de compatriotas en cada uno de ellos. La mayor parte del tiempo, no obstante, se refugió en su habitación, al amparo del aire acondicionado.

Llegó el miércoles y, tal como estaba previsto, se presentó en su habitación un individuo. Shinichiro se lo encontró sentado en su cama al regresar de un paseo por el barrio, pero no se le ocurrió preguntarle como había entrado allí. El hombre poseía rasgos orientales. Sin embargo, Shinichiro advirtió que no era japonés, aunque no fue capaz de interpretar si aquel detalle tenía alguna importancia.

- ¿ Es usted Higuchi Shinichiro ? -preguntó el intruso en un correcto francés.
- Sí -respondió Shinichiro lacónicamente.
- Entonces -dijo el contacto-, esto es suyo.

El desconocido señaló una pequeña maleta negra de piel que reposaba sobre la cama. Luego se incorporó dispuesto a abandonar la habitación. Shinichiro le acompañó hasta la puerta y aguardó hasta verle desaparecer tras una esquina al final del pasillo. Luego cerró la puerta y echó el cerrojo. Abrió la maleta. Ésta contenía una carpeta con un mapa y varios folios, al parecer manuscritos por el propio Zatoichi.

Shinichiro leyó el texto atentamente. De él se desprendía básicamente que debía entregar a un tal Alejandro Romero una cantidad de dólares a cambio de una figura religiosa. El dinero, según las instrucciones, estaba en su misma habitación. Shinichiro se levantó y entró en el cuarto de baño. Contó las cuadrículas de yeso del falso techo, cinco hasta el fondo contando desde el marco de la puerta, y tres a la izquierda. Se encaramó al borde de la bañera y golpeó el plafón, de unos cuarenta centímetros de lado, con los nudillos. El yeso cedió. Shinichiro movió la pieza unos centímetros e introdujo la mano por la abertura con sumo cuidado. Sus dedos tocaron algo. Se trataba de un paquete. Lo extrajo de su escondite y lo estudió. Estaba confeccionado con papel de embalar y cinta aislante. Al deshacerlo pudo comprovar que tenía en sus manos cincuenta mil dólares. Lo que Shinichiro no sabía, pues en los folios que Zatoichi le había hecho llegar no se contaba nada de ello, era que aquella cantidad de dinero no debía servir únicamente para comprar una talla religiosa. Aquel dinero era el precio que debía pagarse para devolver el honor a la familia.


2


Habían pasado ya varios años desde que el hermano menor de Zatoichi, Minoru, había abandonado el monasterio de Rokuonji, en Kyoto, lugar mundialmente conocido por albergar en su recinto al Kinkakuji, un pabellón recubierto de oro, a quien el conocido autor Yukio Mishima dedicó una novela. Minoru era monje y había huido de allí llevándose consigo una imagen de Amida Buda labrada en jade. La figura, en realidad, no tenía un gran valor económico, pero sí religioso.
Las semanas que siguieron a su desaparición, nadie logró dar con el paradero del evadido y, conforme pasaba el tiempo, la mancha en el honor del monje y su familia se hacía cada vez más grande. Sin embargo, su poderoso hermano, uno de los jefes Yakuza más importantes de Tokyo, tras meses de infructuosas investigaciones, había averiguado por pura casualidad en forma de imprevista llamada telefónica que su hermano Minoru se encontraba en España. Entonces decidió que había llegado el momento de cobrarle a Shinichiro los favores dispensados a la familia Higuchi. De esta manera, hizo que su protegido aprendiese español con miras a llevar a cabo su plan.

Minoru, el monje, se había establecido en la población catalana de Mataró, ocultando su verdadero pasado, y había conseguido un empleo como monitor de artes marciales en un gimnasio propiedad del empresario Alejandro Romero. Un día conoció en persona a su patrón, quien impresionado por la apariencia fornida y exótica del japonés, lo tomó como guardaespaldas. Minoru, que suponía a su jefe un respetado comerciante, pero que desconocía la verdadera naturaleza del comercio al que se dedicaba, aceptó el puesto con orgullo.

Una noche, después de una delicada operación de contrabando en la que Alejandro había querido estar presente y que había finalizado con éxito, éste ofreció una fiesta a sus colaboradores más cercanos. Entre los invitados, claro está, se encontraba Minoru. Pero, poco acostumbrado a la bebida, el monje guardaespaldas se emborrachó. Finalizada la fiesta, en un momento en que el jefe y su empleado se encontraron a solas, Minoru le contó a Alejandro su pasado monacal y su escapada llevando consigo una imagen sustraída del Rokuonji.

Los días que siguieron a aquella confesión, impresionado aun por la historia, Alejandro intentó convencer a Minoru de que le enseñase la imagen, pues suponía que sería de gran valor e imaginaba que podría venderla a algún coleccionista por más de lo que realmente valía. Pero Minoru se negó una y otra vez, avergonzado por su comportamiento en la fiesta. El valor que aquel trozo de jade tenía para él no se pagaba con dinero. Y es que había una parte de la historia que, por íntima, ni los vapores del alcohol habían sido capaces de hacer que la desvelara.

La historia se remontaba tiempo atrás, en Kyoto, donde Minoru se había enamorado perdidamente de Sorako, una preciosa joven de perladas mejillas que visitaba el Rokuonji con frecuencia para encontrarse con él. Fruto de esa relación prohibida, la muchacha se quedó embarazada. Al poco de saberlo decidió abortar pero, de alguna manera, la noticia llegó a oídos de su esposo, quien la repudió y echó del domicilio conyugal. Sorako, humillada, decidió no involucrar en su deshonor a su amado Minoru, y una noche se lanzó al vacío desde la terraza del templo Kiyomizu. Al conocer el hecho, Minoru cayó en una profunda depresión. Una vez restablecido, sin embargo, fue incapaz de permanecer en el monasterio en donde cada recodo del jardín le recordaba a su desdichado amor. Así fue como tomó la determinación de escapar.

La noche de su huida, embriagado por la melancolía y el sake, robó de una hornacina del muro norte de los jardines la imagen dedicada a Buda que había sido testigo de sus apasionados encuentros con Sorako.

Ahora, lejos de su patria y de su pasado, la única atadura que le mantenía en contacto con sus orígenes era esa talla de color verdoso de la que, de ninguna manera, estaba dispuesto a desprenderse.

3

Las semanas transcurrieron, pero Alejandro no olvidó la historia. En una ocasión, y en presencia de su jefe, a Minoru se le escapó un comentario acerca de su hermano. Alejandro lo oyó de pasada, pero lo que pudo captar le proporcionó suficientes datos como para averiguar, después de algunas llamadas, que el hermano de Minoru era, nada más y nada menos que un mafioso, un poderoso Yakuza dotado de un arcaico sentido del honor, capaz de hacer cualquier cosa con tal de limpiar la mácula que el comportamiento de su hermano monje había extendido sobre la familia Nakamura.
Alejandro no tardó en idear un plan que, en teoría, le reportaría algún beneficio en relación con aquella imagen de jade y, de paso, le permitiría introducir un pie en el mercado asiático. Tras varios intentos, y por mediación de un amigo en Bruselas, Alejandro consiguió contactar finalmente con Zatoichi. La conversación fue para grabarla por lo esperpéntica. Se desarrolló en un inglés macarrónico, tanto por parte de Alejandro como por la del japonés, pero, en líneas generales, ambos se comprendieron mutuamente.

- ¿ Quien habla ? -se oyó al otro lado
- Mi nombre es Alejandro Romero, le llamo desde España.
- Usted dirá -contestó Zatoichi-, pero le advierto que soy un hombre ocupado y no dispongo de demasiado tiempo. Le ruego que sea breve.
- Por supuesto, disculpe las molestias, pero creo que lo que tengo que decirle es de gran interés para usted.
- Explíquese.
- Hace unos meses conocí a su hermano, Minoru.

Al oír el nombre, Zatoichi se irguió en su sillón. Alejandro, por su parte, sonrió al notar que había dado en el clavo.
- ¿ Oígame ?
- Prosiga.
- Pues bien, le di un empleo en un restaurante de mi propiedad -mintió Alejandro. Nunca me ha dado un motivo de queja, ya sabe usted que su hermano es muy alegre y dispuesto, pero una noche no hace mucho llegó tarde al local. Minoru estaba malherido y llevaba un paquete bajo el brazo. Ante mi insistencia, me explicó que el fardo contenía una imagen religiosa de su propiedad que había vendido al llegar a España, cuando la necesidad le acuciaba. No obstante, siguió contándome, se había arrepentido y había decidido robársela a sus compradores. El pobre había logrado su propósito, pero a resultas de su acto, le habían alojado dos balas en el cuerpo.
Alejandro detuvo su monólogo por unos instantes y tomó aliento.

- Créame si le digo que no pude hacer nada por salvar su vida. Minoru falleció en mis brazos -dijo aquejado de una mal fingida emoción-. Fue una desgracia, todos en el restaurante estamos desconsolados.
- Me hago cargo -repuso Zatoichi secamente.
- La cuestión -prosiguió Alejandro- es que sus últimas palabras fueron para expresar su deseo de que la imagen regresara a Japón.
- Estoy de acuerdo -respondió Zatoichi.
No había creído ni una sola palabra de lo que aquel idiota le había contado. Su hermano, ¿ alegre y dispuesto ?. Ese tipo demostraba conocer muy poco a Minoru.

- Sin embargo, los asesinos de su hermano han dado conmigo. Yo solo soy un simple comerciante y, aunque no dispongo de una excesiva cantidad de dinero, me gustaría, y creo que ellos aceptarían, pagarles a cambio de poderme quedar con la estatuilla, ¿ me comprende ?.
- Perfectamente -contestó Zatoichi sonriendo maliciosamente para sus adentros-. Puede anunciar a los que desean la talla de jade que, de momento, les pertenece, pero que en el futuro podría desear comprársela a buen precio.
- No entiendo -exclamó Alejandro. Algo no iba bien-. Yo creía que usted querría solucionar este asunto con rapidez.
- Amigo -dijo Zatoichi-, a veces la prisa es mala consejera.
- Sí bueno, pero...
- Tranquilo -le cortó el yakuza-. Mi familia le da las gracias por su interés. Yo, personalmente, no lo olvidaré nunca. Pero ahora deje que se lleven la imagen, ya me pondré en contacto con usted cuando crea oportuno recuperarla.
Alejandro, a regañadientes, le proporcionó sus datos a Zatoichi y se despidió.

Zatoichi investigó a conciencia todo cuanto pudo sobre Alejandro Romero. Averiguó que se trataba de un traficante de poca monta a nivel internacional, aunque con cierta relevancia en España. Estaba seguro de que toda la historia que éste le había contado era mentira, al menos en parte. Así que ideó un plan. Haría que su protegido, Shinichiro, estudiase español a marchas forzadas. Luego le enviaría a España para recuperar la talla de jade y, con ella, el honor de la familia Nakamura. Luego atraería hacia él a Alejandro con alguna artimaña y entonces le daría su merecido.

Por su parte, Alejandro estaba bastante satisfecho. Por alguna razón que se le escapaba, el canje no tenía vistas de ser inmediato, pero le sobraba tiempo. Tarde o temprano le pagarían una buena suma de dinero a cambio de aquella mierda de figurita verde. Luego, establecido ya el contacto, le ofrecería a Zatoichi algún tipo de alianza comercial que, de buen seguro, le reportaría pingües beneficios. Sin embargo, le quedaba un cabo por atar. Le había contado al japonés que su hermano había muerto, así que dio las órdenes pertinentes para que localizasen a su guardaespaldas esa misma noche.

Minoru, sin albergar la más mínima sospecha, no tardó en presentarse ante su patrón. Lo encontraron al día siguiente, reventado a tiros en una plantación de tomates a las afueras de la ciudad.

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