lunes, 6 de febrero de 2012

Cabezas de Hidra – Capítulo décimo (II)



3

Por supuesto, el niño no se encontró con su madre. Ni tan siquiera llegó a ver la tienda de golosinas. Cuando Christine llegó a su domicilio con el pequeño de la mano, éste comenzaba a mostrar indicios de intranquilidad. Aunque ella intentó calmar su ansia con palabras todo lo cariñosas que fue capaz de expresar, el chiquillo no tardó en comenzar a sollozar y a llamar a su madre. Viendo que su estrategia no surtía efecto, Christine le sentó en una silla del comedor y le propinó un cachete. Su semblante amable se había tornado frío y cruel. El sadismo latente en su personalidad había aflorado una vez más. El niño calló de golpe, pero su silencio fue momentáneo. El pobre no dejó pasar más que unos segundos en reprender su llanto con más fuerza, incluso, que antes.
Christine se ausentó del comedor por unos instantes y dejó al pequeño dando patadas al aire, pero sin osar levantarse de la silla.

Cuando regresó, le amarró al respaldo con una gruesa cuerda, le introdujo una gasa doblada en la boca, con el fin de acallar sus berridos, y le inyectó el contenido de una jeringuilla. Hacía tiempo que Christine había insonorizado toda su vivienda. Hubiese sido embarazoso tener que dar explicaciones a los vecinos de su elegante inmueble para justificar los lloros infantiles que, de tanto en tanto, se daban en su hogar, el hogar de una mujer soltera y sin hijos.

Luego se dirigió hacia el cuarto de baño, se lavó la cara con agua fría, y se sentó a orinar en el retrete. Cuando volvió al salón, el chiquillo se hallaba sumido en un profundo sueño fruto, evidentemente, del miedo y la droga. Lo desató y se lo llevó en brazos al pequeño quirófano, simple y rudimentario en realidad, que ella misma había habilitado en una de las habitaciones del apartamento. Christine dejó al crío sobre la bien iluminada mesa de operaciones. La estancia no tenía abertura al exterior, pues la única ventana, que daba a un patio de luces, había sido tapiada. Las paredes, además, tenían un revestimiento extra a base de corcho de casi un centímetro de grosor. El quirófano estaba perfectamente aislado del mundo, mundo en el que, en esos momentos, una madre angustiada no podía creer que su hijo había desaparecido.

4

Mes y medio después del secuestro ante el café de Saint-Honorè, llegó el día esperado. Una nueva criatura iba a despertar a la vida. Christine aguardaba el momento de pie, desnuda, esperando en una esquina de la estancia a que el efecto de los sedantes disminuyese. El niño, en el suelo de la habitación, fue despertando lentamente mientras emitía unos gemidos, casi inaudibles al principio, que se convirtieron paulatinamente en alaridos de dolor. Sus ojos estaban cubiertos por un antifaz metálico cosido al hueso de su pequeño cráneo con grapas clínicas. En sus encías desnudas no quedaba un solo diente. Las puntas de siete clavos de titanio, insertados a través de la carne y el húmero, sobresalían de la parte inferior de su bracito derecho y se clavaban en su costado cada vez que el pobre movía la extremidad. El brazo izquierdo había sido amputado y sus piernecitas estaban cercenadas a la altura de sendas rodillas. El pequeño se arrastraba por el parqué, gritando a causa del terror y el sufrimiento físico.
Christine, mientras, daba vueltas a su alrededor y se masturbaba con una mano. Con la otra sujetaba una Polaroid y tomaba instantáneas. No tardó en alcanzar un intenso orgasmo, lo que la hizo caer de rodillas jadeando. Soltó la cámara y esperó a recuperar el aliento. Cuando se repuso, respiró con fuerza y se secó con la mano las gotas de sudor que empapaban su frente. Miró de reojo a la indefensa criatura que se había desmayado, y sonrió. Segundos después, se incorporó y abandonó la habitación.



A su regreso vestía un chandal y se había recogido los cabellos con una diadema de plástico. Se acercó al niño y tomó en sus brazos aquel cuerpo tembloroso que comenzaba a recuperar la consciencia y emitía un agudo y repetitivo sonido gutural. Christine acarició su cabecita.

- Ya está, ya está. Todo ha pasado -dijo. Y con un experto movimiento seco le fracturó las vértebras cervicales. Luego colocó el cadáver sobre la mesa del quirófano y le tomó una última fotografía. De alguna manera, no podía dejar de pensar en que cada una de aquellas creaciones era equiparable al acto de dar a luz.

A Christine, secretamente, le gustaba comparar sus obras a las de Gottfried Helnwein. Él tambien hacía dibujos e ilustraciones de niños en las que en ocasiones aparecían toda clase de prótesis y férulas. Pero, con toda seguridad, el transgresor fotógrafo, pintor y dramaturgo alemán hubiese vomitado de saber que alguien era capaz de llevar a la realidad lo que, en su caso, no dejaban de ser meras fantasías.

Ahora, como en anteriores ocasiones, era el momento de separar el metal de la carne y descomponer en ácido los restos sin vida de aquel niño para hacerlos desaparecer poco a poco mezclados entre la basura diaria. En su archivo fotográfico, Christine tenía imágenes de más de treinta niños, siempre de sexo masculino, y se jactaba de que, entre sus efímeras creaciones, no había dos de iguales. En su locura, se consideraba una artista. No podía exponer sus obras, eso estaba claro, pero se conformaba pensando que muchos creadores habían sido toda su vida unos incomprendidos.

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