miércoles, 15 de febrero de 2012

Cabezas de Hidra – Capítulo undécimo (II)




3

Y así, con la tripa llena, echaron a andar hacia el polideportivo municipal en donde, en breve, debía dar comienzo la obra teatral de la que poseían entradas. De camino, cruzando el río por la calle Joan Maragall, Gerard observó admirado a su esposa, que charlaba con Sara.
Ardía en deseos de contárselo todo, quería que se sintiese orgullosa de él, y estaba contento de ver lo bien que se había integrado en su grupo de amigos. Había temido que se encontrase incómoda, ya que el vicio que tenían todos, él incluido, era contar siempre las mismas batallitas de sus años en común en la Universidad, cosa que excluía a los que no habían participado de aquellas historias. Pero Anna parecía haberse adaptado la mar de bien. Además, había hecho buenas migas con todas las chicas, y en especial con Marta, quien, como ella, era foránea al grupo de universitarios.

Las horas que siguieron, transcurrieron dentro de la más estricta normalidad. Disfrutaron de la obra de teatro que se representó en las instalaciones del polideportivo municipal, y dedicaron el resto de la noche a callejear entre puestos ambulantes de artesanía, mientras comentaban aspectos de la representación a la que habían asistido y, como no, devoraban porciones de tarta de queso. Algunos de ellos, incluso, a su paso por la calle Jacint Verdaguer, no pudieron reprimirse y dieron cuanta de diversas crepes.

De madrugada retornaron a Barbens. Al llegar, aparcaron en el exterior de la masía y cruzaron sigilosamente el patio interior de ésta, con la única compañía de las estrellas y los quejumbrosos aullidos de Odín. Antes de distribuirse por las habitaciones, aún tuvieron tiempo y ganas de comer alguna galleta de chocolate y acompañar la ingesta con varios sorbos de licor de melocotón. A las cinco y media se apagó la última luz en el piso superior de la casa. Pero, lejos de dormir, Víctor y Gerard comenzaron a canturrear.

- Pero, ¿ qué hacéis ? -preguntó una extenuada Anna.
- Déjalos -le recriminó Loli resignada-, cada año es lo mismo. Al final incluso te acostumbras.

Entre carcajadas, los dos amigos repetían estrofas de viejas canciones de José Luis Perales o el dúo Pimpinela, pero el estado en que se encontraban hacía que de sus gargantas escapasen alaridos desafinados en lugar de melodía. Además, no paraban de reír, por lo que no podía entenderse más que una o dos palabras de cada minuto de cantinela. Por fin, Gerard, con lágrimas en los ojos de tanto reír, abrazó a su mujer.

- No puedo defraudarles -dijo-, en el fondo es lo que esperan que haga.
Anna sintió un escalofrío al notar los brazos de Gerard. Disimulando su creciente malestar, se enroscó junto a él, pero le pidió que, a partir de ese momento, se callase e intentase dormir. Pronto saldría el sol y todos necesitaban descansar. Gerard asintió en la oscuridad, besó a su mujer y cerró los ojos. La repentina erección que notó bajo sus calzoncillos le hizo maldecir en silencio la falta de intimidad que existía en aquella habitación.

A las nueve y cuarenta y tres minutos del domingo diez de Septiembre, Gerard, ya levantado, abrió de par en par las contraventanas de la habitación, dejando que la claridad del nuevo día bañase cada rincón de la estancia. Salió al pasillo y comenzó a imitar el sonido de la corneta tocando a diana. Oyó como una voz sin identificar le enviaba a la porra. No esperaba otra cosa. Hacía años que se repetía la escena. Solo habían dormido poco más de cuatro horas, sin embargo, en cuarenta minutos, el grupo en pleno estaba ya vestido con indumentaria cómoda, es decir, camisetas y pantalones bermudas, dando los buenos días a los padres de Víctor. Éstos, un año más, se empeñaban en afirmar que desde el piso inferior no habían oído nada del jolgorio de la madrugada anterior.

Luego, como un rebaño, el grupo se dirigió hacia el centro del pueblo para comprar pan y esperar a que el calor de la mañana acabase de despertar sus mentes abotargadas. Después de un largo paseo, con el hambre nuevamente en el cuerpo, algo digno de estudio, prepararon la mesa de piedra del jardín protegida del sol bajo una vieja encina, y dispusieron sobre ella los diferentes platos que debían integrar el suculento aperitivo que serviría de preámbulo a la comida.
En poco tiempo, Gerard y sus amigos ya daban cuenta de berberechos aliñados, mejillones en escabeche, aceitunas rellenas, patatas fritas, pulpo en salsa americana, tacos de queso, salchichón y cacahuetes.
Mientras, los chicos del grupo se turnaban para vigilar las brasas con las que se cocinaría el plato principal del banquete, esto es, longaniza, costillas de cordero y morcilla.



Acompañaron la carne con gruesas rebanadas de pan , allioli, pimientos y berenjenas asadas, todo ello regado con vino tinto, agua, cerveza y diferentes refrescos. El postre consistió en una macedonia de frutas que, como era tradición, preparó la madre de Víctor. Como colofón a tal pantagruélico banquete, alguien sacó una bandeja de repostería. Una vez finalizado el ágape, el grupo creía reventar. Los estómagos, repletos en exceso, pedían a gritos un buen descanso. Por lo que, después de charlar y explicar, una vez más, las consabidas batallitas del pasado, recogieron los restos de comida y se encaminaron hacia las habitaciones para decidir el plan a seguir.

Decidieron dirigirse a la piscina municipal para tumbarse a la sombra y disfrutar de una merecida siesta y, si se terciaba, de un reparador baño. Así pues, a excepción de Paco, que no tenía ganas de caminar hasta el pueblo, y de Gerard, que no había incluido el bañador en su equipaje, el grupo abandonó la masía. Mientras tanto, los dos amigos, tumbados en sus respectivos colchones, hablaron sobre cosas sin importancia el tiempo justo de conciliar el sueño y, en el caso del primero, ponerse a roncar.

Pasadas las seis de aquella calurosa tarde, Gerard despertó sobresaltado. Acababa de soñar con algo de lo que no recordaba nada, pero que le había sumido en un incontenible e inexplicable estado de intranquilidad. Poco sabía él que aquel episodio iba a resultar premonitorio.
Se levantó y salió a la terraza. El sol no incidía en ella a esa hora, por lo que la brisa que corría era de agradecer. En ese momento, los que habían pasado parte de la tarde en la piscina cruzaron la puerta de la masía, azuzados por los ladridos del cánido portero. Esa noche debían darse prisa en llegar a Tárrega, ya que la función de pago que querían ver comenzaba a primera hora.

4

Al ritmo de la música de AC/DC, el Calibra de Gerard lideraba el reducido convoy de automóviles. Esta vez todos entraron en Tárrega por el mismo camino. Era temprano, por lo que pudieron aparcar con facilidad. Cuando llegaron ante la carpa bajo la que debía representarse la obra, una comedia irreverente, nadie quería ni oír hablar de comida. Mejor dicho, casi nadie, ya que inexplicablemente, mientras hacían cola, Loli manifestó deseos de comer cortezas de cerdo.

- ¿ Que pasa ? -preguntó a sus escandalizados amigos, que la miraban como si se hubiese vuelto loca-, el rato que he estado nadando me ha abierto el apetito. Además, yo no he comido tanto.
No pudo convencerles. En lo que sí coincidieron casi todos fue en una sensación generalizada de sed. Entonces, Anna se ofreció para ir a comprar algo de bebida. Sara la acompañó y no tardaron en regresar con algunos refrescos.
- Joder -exclamó Gerard, viendo como sus amigos deglutían con fruición sorbos de Coca-cola y Fanta, y él no tenía bebida.

- Ya está bien -le reprendió Anna-, antes he preguntado quien quería algo y tu no has dicho nada.
- Ya lo sé. Estoy tan empachado que pensaba que no podría ni tragar líquido. Pero ahora, al veros, me ha entrado una sed impresionante.
- Ya -dijo ella, visiblemente enfadada-. Lo que pasa es que eres como esos críos que siempre quieren los juguetes de sus amigos.
- Oye -la cortó Gerard-, ¿ Se puede saber qué te pasa ?. Me parece que no hay para tanto.
Anna no contestó, y desapareció en busca de un refresco para su marido. Cuando regresó, traía consigo un enorme vaso de Fanta de limón. Gerard vació su contenido en dos largos y rápidos sorbos. Anna le dedicó una mirada de desaprobación.

- ¿ Y ahora que he hecho ? -preguntó Gerard, que ya conocía la respuesta.
- Nada -contestó Anna.
- Ya te he dicho siempre que si pido una copa como pretexto para conversar en un bar con los amigos, haré que ésta dure horas, pero que si pido algo para beber porque tengo mucha sed, no veo la necesidad de contenerme y beber despacito. Lo siento si te he molestado.

El resto de sus amigos intentaba disimular mientras Gerard se sentía de lo más contrariado. Encontraba muy extraño el comportamiento de su mujer. Ella no era así de ninguna manera. La Anna de la que estaba enamorado era dulce, amable, incluso demasiado condescendiente en ocasiones. Además, su talante discreto era tal que ésta, de haberse molestado por algo, nunca lo hubiese demostrado en público como ahora, delante de sus amigos.
Gerard decidió olvidar el incidente, al menos de momento.

La hora prevista para el inicio de la función se acercaba y el frío, o mejor dicho, la humedad comenzaba a notarse en el ambiente. Gerard observaba distraído la actuación de una pareja de guitarristas de Folk situados junto a la cada vez más larga cola, cuando comenzó a sentirse raro. La percepción de todo cuanto le rodeaba comenzó a ser equívoca. La música se confundía con el resto de ruidos y voces de alrededor y las imágenes se difuminaban antes de llegar a su cerebro. Entonces perdió el equilibrio. Cuando sus amigos advirtieron que algo extraño le ocurría, Gerard, sin poder expresar con palabras lo que le estaba pasando, le dirigió a Anna una mirada suplicante y se desplomó con los ojos apuntando al cielo repentinamente nublado de Tárrega. Estaba muerto.

5

A partir de ese instante, la incertidumbre y la tristeza se sumaron a la impotencia que atenazó a sus amigos. El grupo, después de trasladarle a la clínica ambulatoria de la población, en donde nada pudo hacerse para reanimarle, regresó rápidamente a la masía y se mantuvo en silencio mientras preparaba precipitadamente los equipajes. Sara y Loli lloraban. Paco estaba desolado, él era el último de todos ellos que había conversado largo rato con su amigo. Todos se vieron recordando la imagen de su compañero despertándoles por la mañana, entre bromas y chistes. No podía creer que, simplemente, Gerard ya no existía. Había sido todo tan rápido. En el ambulatorio les habían dicho que los análisis preliminares del cadáver abonaban la hipótesis de lo que comúnmente se conoce como un corte de digestión que le habría provocado un colapso. No obstante, aun tendrían que esperar al dictamen definitivo para saber con exactitud qué había pasado.

Ahora, Víctor intentaba consolar a Anna, quien no había pronunciado palabra desde su regreso a la masía. Estaba sentada en un rincón del comedor de la planta inferior de la casa, con la mirada ausente. Marta, mientras tanto, le preparó el equipaje. En esos momentos, una ambulancia municipal trasladaba los restos de Gerard a Barcelona. A Paco se le había ocurrido que podían simular que Gerard aun estaba vivo en el momento del traslado. Con eso se conseguía que los siempre penosos trámites que en estos casos deben realizarse tuviesen lugar en Barcelona. El médico de guardia del ambulatorio de Tárrega, viendo que de negarse a ello, se le avecinaba un engorroso trabajo extra en día festivo, no puso trabas a certificar el engaño y se ocupó, además, de convencer a los funcionarios del servicio de ambulancias de que no contasen nada. Éstos, sin embargo, pusieron como condición que llevarían al muerto en solitario, es decir, sin el acompañamiento de ningún familiar o amigo. A saber la razón de tan extraña demanda. Quizás solo era una manera de tocar las narices. Ellos se prestaban a algo que, de saberse, podía conllevar su inmediato despido y, como contraprestación, fastidiaban un poco. Fuese como fuese, el grupo tuvo que aceptar.

Víctor no podía dejar de sentirse incómodo. Sabía que él no era culpable de nada, pero, profundamente entristecido, no podía dejar de pensar que tan desgraciado hecho se había producido prácticamente en su casa.
Cuando los amigos se despidieron en la puerta de la masía de Barbens, se abrazaron llorando unos a otros. Hasta Odín parecía apenado cuando, por primera vez en todos esos años, no ladró al paso del grupo. Carme, Gemma, Sara, David, Joan, Paco, Loli y Anna, quien continuaba muda, inexpresiva y sin derramar una sola lágrima, dejaron atrás el pueblo y, con él, una etapa de su vida que se había cerrado trágicamente.

5 comentarios:

  1. No conocía yo de este hecho tan trágico en Tárrega.XD

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  2. 32.No hay nada más humano que contar las viejas batallitas de grupo, de nada sirve tener una cultura superior, lo importante es permanecer unido al grupo aun cuando solo queden recuerdos, por ende edulcorados con el paso del tiempo son mejores.
    No puedo dejar de salivar.
    Lo cruel que llega Vd. a ser para conmigo. La pitanza con los sabidos entremeses me han despertado el hambre o el ansia que no sé que es peor.
    ¡Hum! Ahora una barbacoa, incluso a estas horas sería cosa de otro mundo y otro hombre, ¡maldita sea el colesterol y el que lo inventó!
    Fíjese como andaré que he pasado de soslayo el menú descrito.
    No me extraña que el tal Gerard no pegase ojo como Dios manda después de tanta manduca.

    Siempre las “tias” comedidas son de lo peorcito a espaldas del publico acontecer.
    Uff! Yo tengo una de clase 3, no le digo más.

    “…Anna, quien continuaba muda, inexpresiva y sin derramar una sola lágrima, dejaron atrás el pueblo y, con él, una etapa de su vida que se había cerrado trágicamente.”
    Me da que pensar que esta individua algo tiene que ver en el evento acaecido… sí ya lo decía yo, que las modositas son la hostia…


    NB: ¡Están Vds. de coña! ¿verdad? eso no ocurrió ¿o si? ¡la madre! contestenme por favor....

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  3. Amigo mío, los nombres están cambiados -hasta el del perro-, pero como me parece que ya comentamos en una ocasión, los pseudoescritores sin imaginación acostumbramos a tirar de experiencias propias para no tener que pensar demasiado. Saque usted sus conclusiones.

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  4. ¡la leche en verso caballero!
    ¡coño, recoño la fuente el madroño!...

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