1
Christine Champaigne no era muy alta. De hecho, su estatura era tirando a baja. De caderas anchas, pecho escaso y cuerpo coronado por una cabeza pequeña en relación al resto, podía decirse que no era una mujer que resultase físicamente atractiva.
Esa tarde, la primera de su periodo vacacional, recogió sus cabellos en una cola. El color dorado que antaño los caracterizaba estaba ahora, como era natural a sus cincuenta y cuatro años, tornándose cano. Después de su acostumbrada siesta, Christine se vistió con unos vaqueros y un holgado jersey rosa de punto, y se calzó unas zapatillas deportivas de un inmaculado color blanco. Tal atuendo era harto diferente a la bata blanca sobre traje chaqueta que vestía de ordinario, cuando atendía a los clientes de su Farmacia.
Salió a la calle, respiró hondo llenando sus pulmones del aire tibio que envolvía París y echó a andar en dirección del café Saint Honorè. No tardó en llegar. Hacía calor, por lo que, sentada en una de las mesitas dispuestas en la acera, degustó un refresco mientras observaba el parque de juegos infantiles situado en una plazoleta triangular jalonada por árboles al otro lado de la calle. Niños y niñas de corta edad jugaban entre columpios, toboganes y un cajón de arena, profiriendo alegres exclamaciones, risas y gritos de alegría. Concentrada y tensa, Christine esperó durante largo rato. El corazón le latía en el pecho con inusitada fuerza. Ya hacía más de media hora que había divisado a una pareja de madres. Charlaban animadamente y se encontraban distraídas de la vigilancia de sus pequeños. Christine identificó al que parecía ser hijo de una de ellas y estudió sus evoluciones. El niño se había alejado de su madre y, desde el sitio en el que ahora jugaba con un pequeño camión volquete de color amarillo, no podía ver que ésta acababa de sentarse con su amiga en un banco en el que no incidía la luz directa del sol. Christine decidió entonces que había llegado el momento de pasar a la acción. Dejó sobre el mármol de la mesita el importe exacto de su consumición, se levantó y cruzó la calle con el vello erizado, como una leona que hubiese puesto sus ojos sobre una débil gacela. Se acercó al niño. Se arrodilló junto a él y le tendió la mano mientras sonreía amigablemente sin dejar de controlar a la pareja de madres por el rabillo del ojo.
- Hola guapísimo, ¿ te vienes conmigo ? -le preguntó con voz dulce.
- ¿ A donde ? -preguntó el niño, sin prestarle demasiada atención a la desconocida.
- Con tu mamá. Te espera en la tienda de golosinas.
Christine enfatizó la palabra golosinas y la trampa surtió el efecto deseado. El pequeño, confiado y súbitamente interesado en las palabras de aquella mujer, se levantó y asió la mano que ésta le ofrecía.
- ¿ Y podré comer ositos de goma ?
- Claro que sí cariño.
2
El pobre pequeño no sabía nada de Christine. No sabía, por ejemplo, que hacía ya algunos años, cuarenta y dos para ser exactos, había sido violada. Por aquel entonces, durante sus vacaciones de verano en la localidad costera de Port-Vendres, una preciosa tarde en la que Christine se dedicaba a jugar entre las rocas de la playa buscando erizos de mar y cangrejos, un hombre de aspecto rudo, obeso y con una cara blanca y redonda como la luna llena en la que destacaba un mostacho teñido de amarillo a causa de la nicotina, la arrinconó en una zona que quedaba oculta a la vista de los pocos bañistas que a esa hora disfrutaban del mar y la forzó vaginal, anal y oralmente, antes de propinarle una terrible paliza.
Christine tardó dieciséis días en ser dada de alta. Entonces tuvo que dirigirse a la comisaría de la población acompañada por su madre, quien no pudo sustraerse de escuchar de nuevo, con lágrimas en los ojos, la ratificación de una declaración preliminar de los hechos que Christine había realizado una semana antes postrada aun en su cama del hospital. La resolución del caso no se hizo esperar. Anatole Goncourt, pescador, identificado gracias a la descripción que la niña había proporcionado y que incluía datos sobre un rudimentario tatuaje con forma de mariposa que su agresor tenía en el pecho, fue encarcelado en la prisión de Marsella.
Y poco se imaginaba el ganadero de Virginia Andrew Lynch, quien a finales del siglo dieciocho se esmeró en adiestrar a una cuadrilla de fanáticos para capturar y ahorcar sin mediación de más procedimiento a cualquier desconocido incauto que osara entrar en su propiedad, que esa actitud, a todas luces infame, iba a perdurar hasta nuestros días y se iba a tomar como modelo de conducta en una cárcel de la costa francesa mediterránea. El linchamiento de Anatole no se demoró.
No había transcurrido un mes desde su confinamiento en el centro penitenciario cuando, una mañana, se le echó en falta durante el ordinario recuento de convictos. Le encontraron en su catre, sobre las sábanas empapadas de sangre, con el mango afilado de una cucharilla de postre hincado en su vientre fofo y orondo.
A resultas de la violación, Christine quedó embarazada. Pero su frágil cuerpecito, aunque hacía ya un año que había tenido su primera menstruación, no estaba todavía suficiente maduro para afrontar la maternidad. Así, a los dos meses de gestación, pues su familia, de fuertes convicciones católicas, no había permitido que se le practicase una interrupción del embarazo, sufrió un aborto acompañado de fuertes hemorragias.
Christine estuvo a punto de morir, pero los médicos fueron capaces de salvar su vida. Una vez restablecida, sin embargo, supo que nunca podría tener hijos. Christine no asimiló su esterilidad y, a lo largo de los años que transcurrieron con posterioridad a los hechos de Port-Vendres, mantuvo una idea fija en su mente. Ella sería madre, lo sería a toda costa. Pero con el tiempo, ese deseo legítimo y comprensible fue desvirtuándose y alienándose hasta hacer de ella una total enajenada.
30.Christine Champaigne ¡Ostras otra más al saco!
ResponderEliminarComenzamos respirando bocanadas de aire que llenan pulmones ¿Dónde habré leído yo esto antes?
El niño se había alejado de su madre y, desde el sitio en el que ahora jugaba con un pequeño camión volquete de color amarillo yo tuve uno cuando de pequeño… ¡snif! Era de la marca: Payá
Ella sería madre, lo sería a toda costa. Pero con el tiempo, ese deseo legítimo y comprensible fue desvirtuándose y alienándose hasta hacer de ella una total enajenada. ¡Qué fuerte colega!