1
Philippe LeBouillet, hijo, nieto y biznieto de abogados, pasaba ya de la cuarentena. Estaba sentado, mirando hacia el exterior desde su despacho de la casona de tres pisos que databa del siglo XVII y albergaba el bufete. En la fachada, a la derecha de la puerta principal, había una placa dorada de tamaño no muy grande. El padre de Philippe, con gran disgusto, había asistido, después de la segunda Guerra Mundial, a la añadidura de un apellido en el rectángulo de metal. LeBouillet y Dieuleveult, Abogados.
A Philippe no le importaba gran cosa. Además, Henri Dieuleveult había muerto unos años atrás sin dejar descendencia, por lo que el bufete volvía a ser patrimonio exclusivo de la familia LeBouillet. Si no había cambiado la placa era por desidia. Philippe se ocupaba, casi exclusivamente, de recoger los informes contables mensuales, firmar las nóminas de los abogados en plantilla, supervisar las compras de fungibles y quedarse con el resto de los beneficios. De tanto en tanto, sin embargo, gustaba de llevar personalmente las diligencias de algún caso. Más que nada, por no perder la costumbre. El bufete se emplazaba en la mejor zona del burgués distrito de Auteuil, justo al principio de la Rue La Fontaine, y cerca del exclusivo complejo residencial de Ville Montmorency. Desde su despacho, Philippe podía admirar, y de hecho ésta era una ocupación que le relajaba sobremanera, las verdes copas del Bois de Boulogne.
Corría el mes de Julio y el volumen de trabajo acostumbraba a disminuir en esas fechas. Además, siendo sábado, no había en el edificio más que un par de estudiantes de Derecho, de un total de diez que el bufete había contratado como aprendices, consultando legajos en la biblioteca del primer piso. Philippe apartó los ojos de la gran ventana que había tras su escritorio y, con un ligero impulso del pie izquierdo, hizo girar su sillón. Entonces hizo algo que, extrañamente, acostumbraba a sumirle en la más completa relajación. Le dio cuerda a una figurita de latón que, de ordinario, descansaba en el interior de un cajón. Se trataba de un niño conductor de un carrito de helados. Tenía la cabeza de goma y estaba tocado por una gorrita blanca con visera de tela. Observó como pedaleaba en círculos sobre la mesa y respiró hondo.
Ante él, iluminado por la claridad del sol que poco a poco se afianzaba en el cielo esa mañana de verano, se extendía el resto de su despacho. Cuando Philippe hablaba de él, le gustaba enfatizar la partícula posesiva; no se trataba de un despacho cualquiera, era el suyo. Aquellas cuatro paredes y lo que contenían era, con toda probabilidad, lo único en el mundo que podía considerar como propio. Lo que más le gustaba de la estancia era que, si bien el gran ventanal dejaba que la claridad externa la bañase, su orientación ayudaba a que la molesta luz directa del sol no entrase en ella hasta bien entrada la tarde, hora en que Philippe acostumbraba a dejar el bufete. La habitación no estaba dotada de grandes lujos, pero la encontraba sumamente acogedora. El escritorio, de madera de nogal, sustentaba un sencillo reloj de sobremesa de plástico, una agenda, el teléfono y un intercomunicador. Philippe se había negado rotundamente a poseer ordenador, fax, o cualquiera de esos dispositivos que, en teoría, proporcionan los avances de la modernidad a quienes los utilizan. Pero él tenía una secretaria, ¿ no ?, pues que los usase ella.
El sillón en el que Philippe se acomodaba era giratorio, de piel auténtica, dotado de un alto y cómodo respaldo, y había sido frecuente soporte para breves cabezadas de media tarde. En el despacho había también dos sillas ergonómicas orientadas hacia el escritorio y destinadas a las visitas. Había además un sofá de tres plazas que se utilizaba para pequeñas e informales reuniones de trabajo, y que tenía ante él una pequeña mesilla auxiliar. Sobre ésta, en un extremo, había una pequeña lampara de imitación art-decó, que Philippe había adquirido años atrás en el Marché-aux-puces con total conocimiento de su falsedad. En el extremo opuesto de la mesa había un cenicero de propaganda de Pastís Ricard, pintado con los característicos colores chillones de la marca.
Philippe era consciente de que tal objeto no guardaba una buena relación estética con el resto de la habitación, pero le tenía un cariño especial. Él, que había mamado la Ley desde la infancia, había salido de copas una noche con el motivo de celebrar su inminente licenciatura y se había llevado furtivamente ese cenicero de un bar de Montmartre. Que él recordase, ese había sido el único delito o transgresión que había cometido en su vida, un hurto con el atenuante de intoxicación etílica. Además, Eve-Marie, su esposa, odiaba ese cenicero, lo que en sí ya era una razón suficientemente poderosa para mantenerlo bien visible.
Dos de las cuatro paredes del despacho estaban ocupadas por una amplia librería, en los estantes de la cual se alternaban libros de leyes y de historia, ésta última la verdadera gran pasión de Philippe, un par de fotografías de la infancia de sus hijos y algunas figuritas que había traído de sus viajes, dos en total, a la Polinesia. La pared libre, justo tras el sofá, estaba cubierta por una reproducción en tapiz del "Desembarco de Cleopatra en Tarso", de Claude Bellée. La última pared era la del gran ventanal. A Philippe, no podía negarlo, le gustaba ese pequeño reducto.
Sin embargo, dejando a un lado el sentimiento de seguridad y comodidad que el despacho provocaba en él, no recordaba un solo día en el que, sinceramente, se hubiese sentido realmente feliz. Y es que Philippe vivía, en varios aspectos de su vida, una gran farsa. Odiaba el Derecho, el bufete, sus empleados y, sobre todo, a su esposa Eve-Marie. Se había casado con ella por la misma razón por la que se había hecho abogado: Por que así lo había querido su padre.
2
Los LeBouillet tenían fijada su residencia en Versailles, en una antigua mansión restaurada, rodeada de setos y muy próxima al Palacio Real que, a juicio de Philippe, era demasiado grande y pretenciosa para una pequeña familia de cuatro miembros. Él se hubiese contentado con un piso amplio y bañado por la luz del sol a orillas del Sena. Pero aquella mansión, que necesitaba de cocinero, dos jardineros, y diversas encargadas de la limpieza, era, según Eve-Marie, lo mínimo con lo que un LeBouillet debía conformarse.
Eve-Marie era la única hija de Pierre Labadie, un oscuro industrial que había amasado una fortuna al amparo del gobierno colaboracionista de Vichy durante la ocupación nazi, y que había echado una mano ante la Gestapo, en algunos momentos delicados, al padre de Philippe. Éste había tenido algunos encontronazos con los colaboracionistas a causa, en gran medida, de que la mayoría de los importantes clientes del bufete LeBouillet se habían aliado con DeGaulle. Sin embargo, gracias a Labadie, el nombre de LeBouillet se vio siempre apartado de cualquier eventual confrontación personal con las autoridades filo-nazis.
Cuando finalizó la guerra, la familia LeBouillet le debía bastantes favores a Labadie. Pero éste había ganado más dinero del que nunca hubiese imaginado, tenía salud para gastarlo y había sido lo bastante inteligente como para granjearse un buen número de amistades en el bando Gaullista. Labadie, obviamente, no necesitaba nada para él. No obstante, tenía un cuñado, un abogaducho de Lyon apellidado Dieuleveult, bastante necesitado de ayuda.
A principios de la década anterior, en plena preguerra, Dieuleveult, como representante legal del diputado Garat, se había visto involucrado en el asunto Alexander Stavisky, un caso de falsificación de Bonos del Crédito Municipal de Bayonne, que había salpicado a gente importante. Un verdadero escándalo, y para Dieuleveult, el final de su carrera. Así pues, Labadie tuvo en su familiar el pretexto para cobrarse la deuda moral que LeBouillet había contraído con él.
Establecida nuevamente la República en la Francia liberada, el bufete de Auteuil vio como un nuevo socio inscribía su nombre en la placa de la entrada. Unos años más tarde, como última deferencia hacia Labadie, LeBouillet convino con éste la unión de las dos familias mediante el enlace de Eve-Marie y Philippe, su único hijo. El joven, al principio, aunque sería excesivo decir que estaba enamorado, no se mostró especialmente descontento con el enlace. La hija de Labadie era una joven rolliza y sonriente de cierto atractivo, aunque poseedora de un carácter voluble que a Philippe le atraía y exasperaba a partes iguales. La convivencia fue buena, hasta que nació su primogénito, Pierre, a quien pusieron el nombre del abuelo materno. A partir de ese momento, Eve-Marie sufrió un cambio, o simplemente dejó de esconder su verdadera personalidad. Lo cierto es que desde ese instante no hubo en París, Philippe opinaba incluso que en el mundo entero, alguien más excéntrico, engreído y antipático que ella. Así las cosas, el joven abogado fue convirtiendo su despacho del bufete en un refugio, una especie de concha protectora que lo mantuviese a salvo de la mezquindad de su esposa.
Hiciese frío o calor, nevase o lloviese, Philippe abandonaba temprano su hogar y se dirigía hasta la estación de ferrocarril para coger el primer tren a París. Aunque tenía carnet de conducir, no lo había hecho efectivo nunca. Tampoco utilizaba el Saab con chofer que el bufete ponía a su disposición para recorrer los poco más de veinte minutos de travesía entre su casa y el despacho por la autopista E-05. Hay que decir que el chofer le estaba secretamente agradecido, pues cobraba religiosamente sus honorarios por, literalmente, tocarse las narices.
El caso es que Philippe no tenía excesiva ilusión por acudir a su cita diaria con el resto de los empleados del bufete, pero ardía en él un irrefrenable deseo de alejarse de un hogar que ya no consideraba como tal.
Desde el nacimiento de Jeanette, incluso, el matrimonio dormía en habitaciones separadas. Además, bien por el trabajo de él o por los compromisos sociales de ella, la pareja cada vez compartía menos momentos en común. La verdad es que Philippe tampoco lo echaba de menos. Ahora los niños habían crecido. Pierre tenía ya diecisiete años, dos más que su hermana, y se habían convertido, él en un rebelde y ella en un pequeño monstruo, un calco de su madre. Philippe, a estas alturas, no estaba seguro de si quería a sus hijos o simplemente les tenía aprecio. De una cosa no dudaba. Cualesquiera que fuesen sus sentimientos hacia sus hijos, éstos no eran mutuos. Estaba convencido, aunque no era del todo cierto en realidad, de que le odiaban. En el caso de Pierre, eso le dolía particularmente. El chico, que no ponía empeño alguno en disimular la aversión que sentía por su madre, tampoco parecía, a tenor de algunos de sus comentarios, especialmente orgulloso de su padre. Y es que su hijo Pierre conocía muy bien la historia de la familia. Sabía que su abuelo había sido siempre el patriarca de la familia. Sus deseos eran órdenes para todos, sin excepción. Cuando murió, Pierre pensó que su padre pondría las cosas en su sitio de una vez por todas y tomaría las riendas de una familia que se fragmentaba. Pero como si el recuerdo de el viejo anidase en algún recóndito lugar del cerebro de su padre, moviendo todavía unos hilos invisibles pero resistentes, éste no reaccionó y continuó comportándose como la marioneta pusilánime que había sido siempre. Y a Pierre, que contraviniendo los deseos de su padre, había decidido no proseguir con sus estudios y no matricularse en la Universidad, le asqueaba esa falta de fuerza para enfrentarse a según que cosas. Cosas como las arpías de la casa : su madre y su hermana Jeanette.
Ésta última era una copia perfecta en miniatura de Eve-Marie. Mucho más guapa que aquella a su edad, llevaba camino de superarla también en lo malo. Su madre, ni que decir tiene, estaba encantada. A menudo, en fiestas a las que madre e hija eran invitadas, se las podía ver en un rincón, separadas del resto de la gente, cuchicheando, maquinando y riéndose burlonamente y sin rubor a costa de cualquiera.
25. Lo que me faltaba un chupatintas jurisconsulto que hace su aparición estelar… ¿Cuántos más faltan por surgir? Lo pregunto por qué estoy deseoso de llegar al meollo.+
ResponderEliminar¡Huy que bonito lo de bienes fungibles! Hacía mucho que no leía esto. Sorprendido quedo.
“…Entonces hizo algo que, extrañamente, acostumbraba a sumirle en la más completa relajación. Le dio cuerda a una figurita de latón que, de ordinario, descansaba en el interior de un cajón. Se trataba de un niño conductor de un carrito de helados. Tenía la cabeza de goma y estaba tocado por una gorrita blanca con visera de tela. Observó como pedaleaba en círculos sobre la mesa y respiró hondo…” Esto son años dedicados a ver series de tv. ¿O creo mal?
“…El sillón en el que Philippe se acomodaba era giratorio, de piel auténtica…” Que yo lo dijese, estaría bien, trato de vender el producto… yo hubiese escrito: de piel y punto pelotin.
Cuando vi por vez primera el susodicho cenicero, imagine que era una concesión a su subconsciente, pero, visto que a la nueva criatura le iba la marcha del pastis pues…
“…había salido de copas una noche con el motivo de celebrar su inminente licenciatura y se había llevado furtivamente ese cenicero de un bar de Montmartre. Que él recordase, ese había sido el único delito o transgresión que había cometido en su vida, un hurto con el atenuante de intoxicación etílica. Además, Eve-Marie, su esposa, odiaba ese cenicero, lo que en sí ya era una razón suficientemente poderosa para mantenerlo bien visible…” a esto último: ji, ji, ji, -yo hago lo mismo, pero con otro objeto… je, je, je-
“…Odiaba el Derecho, el bufete, sus empleados y, sobre todo, a su esposa Eve-Marie. Se había casado con ella por la misma razón por la que se había hecho abogado: Por que así lo había querido su padre…” ¡Joder pobre hombre!
¿Esta Vd. seguro que no es una “Marujona”? ¡Jopeta! Solo le hace falta contarnos como lo hicieron y donde… que cotilleo familiar mas bien destilado, le felicito.
Quedo desecho por la mala vida que lleva este desgraciado burgués
Por eso va a intentar dar un giro a su vida.
ResponderEliminarY no se preocupe, que todos los personajes van a ir confluyendo en un mismo destino.
*-*
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