martes, 25 de octubre de 2011

Cabezas de Hidra - Capítulo segundo (II)



3

Tomás salió de debajo de la mesa e interpretando el papel de depredador que aparenta fijarse en cualquier cosa excepto en su víctima, se dispuso a reconocer el terreno analizando el despacho en el que se encontraba y que –a todas luces- iba a ser el escenario de su caza. Éste no era ni diminuto ni excesivamente amplio, pero carecía de ventanas. Como mobiliario, a la mesa del escritorio se añadían su correspondiente silla reclinable, una librería modular, el sofá blanco de dos plazas y una estilizada lámpara de pie, de estilo africano. En el centro de la estancia, en el espacio entre la mesa y el sofá, había una alfombra hecha con retales de pieles de animales salvajes. De las paredes colgaban varias litografías de Ted Benoit, firmadas y numeradas y, tras la silla del escritorio, destacaba un enorme cartel original del film "A bout de souffle". Tomás se detuvo ante él unos instantes. Había visto la película y la escena final, en la que el personaje de Jean-Paul Belmondo caía a los pies de Jean Seberg, traicionado por ésta y acribillado por la Policía, cobró vida en su cerebro. Pero la voz impaciente de Elena le devolvió a la realidad.

- Podrías poner algo más de interés, ¿ no te parece ?

Tomás abandonó sus pensamientos y se dejó caer pesadamente sobre el sofá. Entonces, Elena se arrodilló entre sus piernas separadas y dirigió sus decididas manos hacia el botón de los pantalones. Los abrió y bajó su cremallera para introducir sus dedos bajo los calzoncillos de Tomás y acariciar su todavía fláccido pene. Cuando notó la erección, se lo llevó a la boca y enroscó su lengua húmeda alrededor. Tomás la apartó con suavidad y se incorporó para desvestirse por completo. Luego, mientras ella se recostaba boca arriba sobre la alfombra y abría sus piernas, hicieron el amor -aunque, en realidad, no había excesivo amor involucrado en aquel acto puramente animal- en silencio, con rapidez, y con cierta torpeza.



El cansancio acumulado y la desgana no eran los mejores aliados del placer. Cuando acabaron, Tomás, recién puestos los pantalones, encendió un cigarrillo y, tumbado en el suelo, observó las volutas de humo que ascendían hacia los paneles del techo antes de disiparse. Mientras tanto, oía, más que escuchaba, el rumor de las palabras de Elena, quien no paraba de hablar al tiempo que se vestía pausadamente. El tema principal del monólogo era su marido, demasiado ocupado, según ella, para dedicarle el tiempo que necesitaba, si no era para ordenarle cosas relativas al trabajo.
- Porque, no te lo había dicho -continuó sin alterar el tono de voz-, pero mi marido es el administrador de la correduría.

Tomás sí escuchó estas últimas palabras, debido quizás a la trascendencia de la frase, que se destacó de entre el mar de sílabas que salían de la boca de Elena.
- Estupendo -dijo tosiendo-, lo que me faltaba. Si mi jefe se entera de que me he tirado a la mujer de un cliente y que, además, le pienso cobrar ese tiempo como horas de trabajo, ya puedo despedirme del empleo.
- No te preocupes -dijo ella-, yo no pienso decir nada.

Elena prosiguió explicando lo hastiada que se sentía en aquel lugar y las ganas que tenía de hacerle pagar a su marido el trato, a veces incluso vejatorio, que le acostumbraba a dispensar ante el resto de los empleados. Tomás volvió a desconectar. De hecho, apagó el cigarrillo y se dispuso a acabar de vestirse y olvidar a Elena para siempre. Pero entonces, algo que ella dijo de pasada, una palabra sin aparente interés, disparó un pequeño timbre de aviso sus conexiones neuronales.

- Perdona -la interrumpió mientras recogía su camisa arrugada del suelo-, ¿ que has dicho de Fast Pizza ?.
Elena arrugó la nariz y le agarró del antebrazo hasta hacerle sentar en el sofá.

- Esa gente -retomó la narración a un volumen sensiblemente más bajo- tiene montada una mutua, una organización para sus empleados que les abona un porcentaje por cada factura de tipo médico que presentan.
Tomás la miró, arrepintiéndose de haber preguntado.
- Supón que tu eres un empleado de Fast Pizza -continuó excitada-, y que a tu mutua le envías una factura de dentista por un importe de, pongamos por caso, doscientas mil pesetas. Pues bien, al cabo de un tiempo, un mes o dos a lo sumo, recibes en tu cuenta corriente un ingreso de ochenta mil.

Tomás, que ya comenzaba a temer una casual aparición del administrador, no era capaz de advertir nada sospechoso en todo cuanto había escuchado hasta el momento y empezaba a hartarse de la imparable y nerviosa verborrea de Elena. Comenzó a buscar sus zapatos con la mirada cuando ella le preguntó.
- Pero, ¿ que pasaría si no existiese tal dentista, ni hubieses pagado nunca las doscientas mil pesetas ?
Tomás, calzándose ya, contestó.
- Que recibirías un regalo a cambio de nada.
- Exacto -replicó Elena, mientras cogía uno de los cigarrillos de Tomás y lo encendía.

- Pues esa es la idea -dijo sonriendo y arrellanándose en el sofá mientras aspiraba el humo-, y se le ocurrió a uno de los clientes de mi marido, un tal Alejandro Romero.

A esas alturas de la conversación, Tomás ya estaba vestido y todo cuanto anhelaba en esos instantes era abandonar aquellas oficinas.

- ¿ A que no sabes en que empresa trabaja mi cuñada ? -preguntó.
- En Fast Pizza -contestó Tomás caminando hacia la puerta.
Elena le siguió.
- Muy listo. Mi marido le pidió a su hermana que nos inscribiese en su mutua, ya que las facturas médicas de las que te he hablado pueden presentarlas tanto los empleados de Fast Pizza como los familiares que tengan a su cargo en la mutua.
Así que, casi cada mes, aunque a veces dejamos transcurrir tres o cuatro para no levantar sospechas, le damos a mi cuñada una factura que, sin ella saberlo, es totalmente falsa. Las hace mi marido con su ordenador. Luego cobramos y, como la idea fue de ese tal Romero, le damos a él un 70% de lo que la mutua nos haya ingresado. ¿ que te parece ?
- Un fraude como una catedral -respondió Tomás, que ya había salido del local de la correduría y pulsaba el botón de llamada del ascensor.
Cuando éste llegó al piso, Tomás abrió la puerta y le dedicó una sonrisa a Elena.

- ¿ Me llamarás ? -preguntó ella desde la entrada a la oficina, sin preocuparse en tapar su desnudez.
- No creo -contestó él sin perder su sonrisa hipócrita, y entró en el ascensor.

Ya en el coche, Tomás cayó en la cuenta de por qué le había resultado familiar el nombre de Fast Pizza. Su amigo Gerard trabajaba allí. Por eso, el lunes siguiente le telefoneó y le contó la historia tal y como la había escuchado de labios de Elena, aunque lamentó no poderle dar el nombre de la empleada que presentaba las facturas.


3 comentarios:

  1. 10. Prosigamos con la señora desnuda y una estancia de dudoso gusto por parte de la mano decorativa… El interés del tal Tomas… en fin… ante un pastel se detiene en el envoltorio. Tipo más “friqui” infiero…
    Un pequeño relato erótico con enroscamiento de lengua –a mi todavía no me lo han hecho, lo que podrá observar que digo con envidia apical.-
    Desconcierto: pero ¿No era un amante experimentado?
    Fallo: Tirarse a la mujer del sheriff. Menos mal que parece reservarse el affaire.
    Doble fallo: escuchar a la ladina de Elena.
    Triple fallo: Llamar a un colega que trabaja en Fast Pizza.

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  2. Demasiados fallos ¿no?, todo ello achacable a la inexperiencia del escritor. Soy consciente.

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