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Omar había nacido en París y era el primer miembro de su familia nacido en suelo europeo. Sus raíces, sin embargo, se localizaban en la población marroquí de Fez. Su padre, de nombre Fathu, de extracción humilde y condición de pobre, había pasado, desde temprana edad, horas y horas en el Palais de Fes, en plena Medina, entre las cubas de tinte al aire libre del taller de curtidores. El hedor del cuero secándose al sol, que durante tantos años le había acompañado, era tan insoportable que muchos de los ocasionales visitantes del lugar accedían al recinto manteniendo la costumbre de colocarse una pequeña ramita de menta junto a la nariz mientras permanecían, el menor tiempo posible, en el taller.
El bueno de Fathu, un artesano experto que confeccionaba bolsos y chaquetas, pasaba gran parte del día con las piernas sumergidas hasta los muslos en tinajas de pigmento, lo que le había provocado reuma en las articulaciones. Además, por si esto fuera poco, la toxicidad de los efluvios de algunos de los productos allí empleados, calentados bajo un sol implacable y mezclados con el intenso y penetrante olor de la piel por curtir, habían acabado por hacer mella en sus pulmones. Cuando su hermano, que tres años antes había logrado emigrar a Francia, le propuso que se fuese a vivir con él, Fathu no se lo pensó dos veces. Junto a su esposa, embarazada, y casi sin equipaje, marchó del país de sus ancestros con la esperanza de huir para siempre de la miseria y la insalubridad. Una vez en Francia, descubrió pronto que la miseria existía en todo el mundo, incluso en París, y que tendría que luchar para poder sacar adelante a su familia y devolver el favor a su hermano.
Cinco meses después de la llegada a Francia de Fathu y su esposa, nació Omar con, sino uno, medio pan bajo el brazo. La salud de su padre había mejorado ostensiblemente, tenía todos los permisos en regla y se consideraba un francés de adopción. Su trabajo como recogedor de basuras le proporcionaba suficientes ingresos para vivir con una mínima dignidad y poder proporcionar a su hijo el acceso a una educación que él no había disfrutado y a la que, en ocasiones, tanto echaba en falta.
Ahora, dieciocho años después y con Omar independizado, éste había optado por no cursar una carrera universitaria y dedicarse a componer música. Sin embargo, contrariamente a lo que le había sucedido a Pierre, Omar no había tenido que enfrentarse a la oposición paterna. Fathu, aunque falto de una vasta cultura, tenía a la inteligencia y, por extensión, la tolerancia como dos de sus más destacadas virtudes.
El caso de Jimmy era diferente al de sus dos amigos. Era hijo de un Low Rider de La Española, Nuevo Méjico, a quien unos delincuentes de poca monta asesinaron en un aparcamiento de 7 Eleven, en Riverside Drive. Fueron cuatro jóvenes drogadictos de raza negra, en pleno síndrome de abstinencia y a punta de escopeta, los que quisieron robarle en las narices su precioso Pontiac Catalina del 63 de pulido rojo cereza, con la calandra, los tapacubos y los parachoques totalmente cromados, que tiempo atrás había incñuso contado con una imagen de la Virgen de Guadalupe estampada en el capó delantero. El padre de Jimmy prefirió ofrecer resistencia y arriesgarse a morir, antes que dejar su coche en manos de aquellos mamarrachos. Y eso fue lo que ocurrió; perdió la vida sin saber que, alertados por la súbita llegada de un vehículo de la Policía, los delincuentes huirían sin llevarse su coche. Andy Trujillo murió en vano dejando una esposa y un hijo.
En el momento de su muerte, Andy vivía en un sencillo apartamento sito en una tranquila travesía de West Bond Street, trabajaba en un almacén de carnicería y se sentía en paz con la vida. Pero no siempre había sido así. En su juventud, había pasado por diversos correccionales. En la actualidad, llevaba tiempo intentando escapar, con éxito, de la bebida y el mal camino. Alcohólico redimido, el día en que murió llevaba ya tres años y medio sin probar ni una cerveza, gastando en su Pontiac todo el dinero que, con anterioridad a su rehabilitación, dedicaba a satisfacer su necesidad de alcohol.
Andy se convirtió en lo que en Nuevo Méjico llaman un Low Rider, uno de los solitarios jinetes del asfalto que, durante horas, conducen arriba y abajo de las avenidas, a corta velocidad, con las ventanillas abiertas, sintiendo como el calor se eleva desde el suelo, respirando el polvo diluido en el aire y saludando a otros Low Rider. Esa era la peculiar manera que Andy había escogido para alejarse del vicio y la violencia. Pero nada se puede hacer para escapar del destino, y el de Andy había sido morir en la calle.
Su viuda, la joven y guapa hija de un emigrante francés, que había vivido en Canadá hasta su adolescencia, decidió rehacer su vida junto al pequeño Jimmy, de cuatro años, en el país del que provenían sus antepasados y en el que aun conservaba algunos familiares con los que se carteaba periódicamente.
Con el transcurso de los años se puso en evidencia que Jimmy no disfrutaba de un intelecto desarrollado en exceso. Sin embargo, siempre había destacado en las disciplinas artísticas, en especial la escultura, para la que sus manos parecían especialmente dotadas. Así, llegado el momento, decidió no pretender su acceso en la universidad y probar fortuna como artista. En su caso, tampoco había tenido que sufrir reproche alguno. Su madre tenía suficiente con saber que su hijo era feliz, que nunca se había metido en líos y que, gracias a Dios, no había heredado la antigua afición de su padre por el Bourbon y las Bud.
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Pierre se sentía profundamente honrado por la amistad de Omar y Jimmy. Admiraba, además de las cualidades evidentes de cada uno para las artes que intentaban desarrollar, la capacidad de Omar para el análisis frío y objetivo de las situaciones imprevistas y la alegría con la que Jimmy encaraba cualquier eventualidad, por negativa que ésta fuese. Lo más divertido de Jimmy, no obstante, era que, como un medio para no desprenderse de sus raíces hispanas, salpicaba su perfecto francés con vocablos del argot de Nuevo Méjico que, con la edad, se había dedicado a recoger.
Finalmente, el día llegó y Amir se presentó en el apartamento dispuesto a instalarse junto a los tres amigos. La primera noche, él mismo preparó una cena a base de ensaladas; ensalada de atún con nueces y queso en aceite, ensalada de tomate, aceitunas, queso fresco y salsa de ajo y orégano, y ensalada de lechuga, manzana, pollo asado, queso camembert y salsa de yogur con mostaza. Amir no tenía ningún interés en cultivar actividad artística alguna pero, después de aquella cena, se ganó el puesto de cocinero en aquella reducida comunidad de jóvenes.
Finalizado el ágape y antes de irse a dormir, los cuatro amigos se abrazaron y brindaron con un delicioso tinto afrutado por el incierto y, a su vez excitante, futuro que les aguardaba.
8.”…de extracción humilde y pobre condición…”: ¡Que pasote!
ResponderEliminarSueños de mejora rotos por la realidad, me gusta aquello de: ”…descubrió pronto que la miseria existía en todo el mundo, incluso en París…”
Morir por chatarra… típica marca de macho man o puto destino marcado que marca su puta cruz en otros o coraje viudo.
¿Por qué siempre en la ficción encontramos en el grupo perfecto a quien nos cocina…?
Bien, el futuro llama…
Debe ser usted el primer lector de internet que analiza capítulo a capítulo los escritos/paridas de un bloguero. Y me encanta. Gracias.
ResponderEliminar¿Escritos/paridas dice?
ResponderEliminar.
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Me encanta que le encante.
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Pd: ¡Joer Nexus! te lo dejo a huevo... Zahierenos, please