Poco después, Jörg ha impreso una hoja de papel y se me acerca agitándola ante sí.
- ¿Cómo es el cerebro humano, eh? –me dice alegremente, aunque yo sigo sin saber la razón.
- Dados cuatro puntos alineados –lee-, se denomina razón doble a la relación entre ellos. Ésta permite determinar unívocamente el cuarto punto a partir de los otros tres.
Yo miro los tres puntos en el mapa, ansioso por llegar a comprender lo que me está diciendo Jörg.
- ¿Es que no lo ves? –me pregunta-, cuando has hablado del tesoro me he acordado de un libro que leí hace años sobre criptografía y códigos secretos escrito por un tal Simon Singh. En una de las ilustraciones que contenía había una pretendida reproducción de un mapa en el que unos piratas habían señalado tres puntos par indicar el lugar en el que habían ocultado su tesoro. Ese mapa había caído en manos de sus enemigos, pero estos habían cavado profundamente en cada una de las localizaciones sin encontrar ni una sola moneda. Y eso era porque los puntos marcados no indicaban la ubicación del tesoro, sino las claves para obtener un cuarto punto que sí indicaba la correcta situación del tesoro.
- O sea –le digo comenzando a entender lo que me quiere explicar-, que ni la Catedral, ni el cementerio ni la comisaría tienen nada quever con mi padre.
- Exacto. Y, o mucho me equivoco, o te encuentras ante el que podría ser el último mensaje, el definitivo, el del desenlace de esta larga historia, aquel que te indica con la postal que tu padre no está muerto y que, con el mapa, te cuenta además donde encontrarlo.
- ¿Seguro? –le pregunto.
- No –me responde con los ojos muy abiertos-, seguro no, ¿pero a que estaría bien?
Y, sin dejar que le conteste, se dispone a dictarme algo.
- Vamos –me apremia-, coge el lápiz y la regla. Primero, marca un punto cualquiera en el mapa, por ejemplo aquí, en la iglesia de San Francisco.
- ¿Y por qué ahí?
- Y yo que sé, ¿qué más da?. Venga, tú hazme caso y a ese punto le llamas q. Ahora nombra los tres puntos originales como p1, p2 y p3. Une q con p1, p2 y p3. Dibuja una recta, a la que llamaremos r, que salga de p1 y corte las rectas de q a p2 y de q a p3. En donde las corte, llamamos a esos puntos de intersección q2 y q3. Ahora dibuja otra recta, y a ésta la llamas s. Haces que salga de p3 y pase por q2. Allá donde corte a la recta que va de q a p1, le llamas q1. Por último, une con una recta los puntos q3 y q1, y prolóngala hasta que corte la línea original que unía los tres puntos del principio. El resultado es p4, el cuarto punto, el lugar en el que se encuentra el tesoro, o sea tu padre, y que no es otro que...
- Lövenich –exclamamos al unísono.
- Lövenich –repite Jörg, intentando pensar que era lo que podía hacer especial a ese barrio de las afueras de Colonia.
- Exactamente –le especifico- la Bahnstrasse, ¿te dice eso algo?
- En absoluto, ¿y a ti?
- Tampoco –le contesto-, pero me visto y vamos hacia allí ahora mismo.
- No Jaume, de eso nada –me dice serio.
- ¿No te parece una buena idea ir a Lövenich? –le pregunto extrañado.
- Lo que no me parece bien es que deba acompañarte –responde-. Tú mismo has dicho que en todo este asunto te he servido de gran ayuda, pero ahora creo que puede que estés a punto de encontrar la respuesta a muchas de las preguntas que te has formulado en la vida. Y eso tienes que hacerlo solo, amigo.
Me siento algo contrariado, no me esperaba esto de Jörg. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que, en el fondo, tiene toda la razón. En realidad, debo enfrentarme al desenlace de este enigma yo solo, como lo haría un adulto, aunque frente al recuerdo de mi padre siga sintiéndome como un crío.
- Muy bien –le digo-, quizás sea lo correcto. Voy a vestirme, ¿mientras puedes hacerme un favor?
- Claro, dime –contesta rápidamente.
- ¿Me telefoneas a un taxi?
- ¿Y no prefieres ir en tren? –me pregunta intrigado-, ya has visto que el cuarto punto está precisamente en la calle de la estación de Lövenich.
- Lo sé –le digo desde la habitación-, pero no tengo ganas de ir caminando o en Metro hasta la Hauptbahnhof, allí esperar el tren, y luego tener que estar pendiente de la parada en la que debo apearme. Tengo demasiadas cosas en la cabeza y prefiero sentarme y dejar que me lleven hasta allí.
Cuando estoy preparado, Jörg me indica que el taxi ya está esperándome en la puerta.
- ¿Quieres que te espere aquí? –me pregunta a la vez que coloca amicalmente sus manos sobre mis hombros.
- No –respondo dándole un fuerte abrazo-, ves a casa. No sé lo que voy a encontrar en Lövenich o el tiempo que voy a tardar en regresar. Es mejor que no me esperes. Por la noche te llamo y te lo cuento, ¿vale?.
- Como quieras.
Ya en la calle, me despido de él y subo al taxi. Cuando le indico al conductor –aventuro que hindú o paquistaní, a tenor del tono oscuro de su piel, el turbante que corona su cabeza y el bigotillo de puntas curvas que le asemeja a una versión rechoncha y poco atractiva del actor Kabir Bedi cuando aparecía a finales de la década de los 70 en la serie de televisión Sandokán-, compruebo que se trata de uno de esos tipos a los que les gusta charlar con los pasajeros que transporta. Yo, por lo general, tengo un carácter afable, pero –imperfecto de mi- hay muchas cosas que no soporto. Una de ellas es que en las tiendas se me acerquen los vendedores inquiriendo si necesito algo. Eso me incomoda sobremanera. Me gustaría que entendiesen que si necesito algo ya me dirigiré a alguno de ellos. Y otra cosa que no puedo soportar es que los taxistas hablen conmigo. Su labor –opino yo- es la de conducirme de un punto a otro, no la de establecer lazos afectivos conmigo. Sin embargo, supongo que hoy me siento asustado. Y que el taxista que me ha tocado sea uno de esos a los que encanta ejercer de aprendiz de psicólogo, lejos de molestarme, me reconforta.
- ¿Así que a Bahnstrasse? –me pregunta retóricamente-, ¿va a visitar a algún conocido?
- No lo sé –respondo lacónicamente.
- ¿Y eso?
- Tengo razones para pensar que mi padre puede vivir allí –contesto sin darme apenas cuenta de que estoy desvelando información íntima a un desconocido.
- ¡Caramba! –exclama-, ¿y él, sabe que usted va hacia allí?
- Pues, en realidad lo desconozco. Alguien me ha estado enviando pistas que me han conducido hasta aquí, pero no sé si ha sido él u otra persona. La verdad es que ni tan siquiera estoy seguro de que mi padre viva.
- ¿Hace mucho que no se ven, eh?
- Mi padre nos abandonó a mi madre y a mi cuando era muy pequeño –le acabo contando al perfecto ejemplo de taxista metomentodo.
- Ya veo. Usted, lo que necesita, es perdonar a su padre, ¿a que es así? –me pregunta con cierta familiaridad a la que me aterra haber dado pie. Yo dándole confianza a un taxista, confesándole aspectos de mi vida privada que solo conocen amigos muy cercanos. Ahora si que veo que todo esto me está afectando más de lo que creía.
- No se extrañe –prosigue-. Por una de esas casualidades de la vida ha ido a topar con alguien muy parecido a usted. Cuando contaba con cinco años y vivía en Lahore, mi padre nos dejó a mi madre, a mi y a mis tres hermanos. Toda mi infancia me estuve culpando de ello y, al entrar en la adolescencia, mi impotencia se tornó en odio hacia él. Cuando, muchos años después me contaron que el primo de un amigo creía haberlo visto en Peshawar, me fui hacia allí cargado de ira, dispuesto a buscarle y exigirle explicaciones. Pero, cuando lo encontré, ¿sabe lo que hice?, me tiré llorando a sus brazos. En realidad, eso era lo que había estado deseando hacer toda la vida y era la imposibilidad de llevarlo a cabo lo que alimentaba mi enfado. Ahora, diez años más tarde, sigo sin saber por qué nos abandonó. Yo vivo aquí en Colonia, y él sigue en Peshawar, con su nueva mujer, pero nos escribimos a menudo y, por supuesto, sabe que le he perdonado.
- No sé si encontrará usted a su padre o no, pero lo importante es que pase página, le perdone y le ame con todo su corazón. Le aseguro, señor, que de alguna manera esa energía positiva le llegará y, tanto él como usted, se sentirán reconfortados.
Escucho en silencio las palabras del taxista paquistaní, mientras miro a través de la ventana sin prestar atención a los transeúntes que caminan por la acera de Aachenerstrasse. No creo que a mi progenitor le llegue energía alguna, pero quizás este hombre de lengua suelta tenga razón en algo. En una cosa ha dado en el clavo. No odio a mi padre, lo cierto es que desde que recibí la primera estampa de Hiroshige sueño con abrazarle.
- Hemos llegado –me dice, y yo noto como mis pulsaciones se aceleran-. Estamos en Bahnstrasse, como me ha pedido. Y eso de ahí es la estación.
- ¿Es tan amable de esperar? –le pido.
- Usted manda, señor. Mientras me pague la carrera, no tengo nada que objetar.
Yo salgo del coche. Aterrado, con las piernas volviéndoseme de mantequilla, miro arriba y abajo de la calle de la estación, jalonada de casas unifamiliares de uno o dos pisos a lo sumo, de construcción antigua. En la acera hay poca gente. Durante un buen rato sigo inmóvil, en medio de la acera, estudiando a todo aquel que se cruza conmigo intentando no resultar sospechoso. Ante mi, en una u otra dirección, pasan varias mujeres y chicas -que en esta ocasión descarto como objeto de mi atención- y algunos hombres de morfología y apariencia diferenciada. Uno es anciano. En su cara se aprecia un cansancio superlativo. Lleva pegado al cuerpo un ejemplar arrugado del Bild y arrastra los pies. Otro es de mediana edad, moreno, alto y atlético. Le oigo hablar por el teléfono móvil en italiano. Otro es un caballero bajito, rubio, con la piel muy blanca y los ojos pequeños y saltones. No parece de origen español precisamente. El resto de los que veo son demasiado jóvenes para ser mi padre.
Comienzo a plantearme que he cometido una estupidez. Ya no sé qué coño hago aquí. Desmoralizado, cruzo la calle y me siento en uno de los bancos que hay en un jardín público. El taxista me saluda y guiña un ojo desde el interior de su destartalado Skoda. Ese hombre tiene toda la razón, tengo que pasar página. Todo este tiempo obcecado con esta locura de las postales no ha hecho otra cosa que acentuar mi desánimo. Debo dejar de preguntarme por qué me abandonó mi padre. Alguna razón tendría, ¿quien soy yo para juzgarle?. Me hubiese encantado poderle abrazar, cierto, y ver si de verdad se parecía a Frankie Avalon. Y presentarle a su nieto. No sé, mil cosas. Pero me doy cuenta de que he de aceptar que nada de eso va a ocurrir nunca.
- Estás perdonado papá –digo en voz baja.
Y, después de suspirar, me levanto dispuesto a regresar a casa y olvidarme de mi padre. Lo que pasó, pasó. Ya está.
- ¿Qué, nos volvemos? –me pregunta el taxista con una infancia paralela a la mía.
- Sí –respondo al subir al coche-, pero lléveme hasta Neumarkt. El resto del camino lo haré dando un paseo.
Cuando salimos de Bahnstrasse y enfilamos de nuevo Aachenerstrasse, el paquistaní adopta un tono serio para preguntarme sobre el resultado de mi búsqueda.
- No ha habido suerte, ¿verdad?
- Al contrario –le respondo con toda sinceridad-, la visita a Lövenich ha sido todo un éxito. Al fin he perdonado a mi padre, ¿sabe?
- Me alegro mucho, señor. Ya verá como, a partir de ahora, se sentirá mucho más feliz.
- Eso espero –pienso, y me doy cuenta de la suerte que tengo de tener a Hanna y a Angus conmigo.
En el número 16 de Bahnstrasse, Viktor Willis abre la puerta de su casa.
- ¡Valerie, Amy, Kelly! ¿podéis venir aquí, por favor?
Cuando las tres se reúnen en el salón, Viktor se abalanza sobre ellas.
- Os quiero muchísimo, ¿lo sabéis?
- Lo sabemos, lo sabemos –responden Kelly y Amy al unísono, mirándose sin comprender lo que pasa.
- ¿Te pasa algo cariño? –pregunta Valerie-, me estás preocupando.
- Tranquila, no me pasa nada. Solo tenía ganas de deciros lo contento que estoy de que seáis mi familia y agradeceros lo feliz que me hacéis.
- De nada –le contesta Amy-. Por cierto, ¿me dejas 20 euros?
- ¡Amy! –le reprende Kelly.
- No, déjala –dice Viktor-, ¿para qué son?
Amy se abraza a su padrastro.
- He quedado con unas amigas para tomarme una hamburguesa y acabo de darme cuenta de que no me queda dinero. ¿Puedes adelantarme algo de la paga? Ah, y que sepas que yo también estoy muy contenta de que mamá y tú estéis juntos.
- Lo sé cariño, lo sé. Toma. Y tú también Kelly, coge esto y sal también a cenar.
- Te quiero Viktor –le responde ella a la vez que le abraza.
- Yo también.
Cuando las dos hermanas desaparecen riendo escaleras arriba, dispuestas a vestirse y maquillarse, Valerie se acerca a su marido ligeramente preocupada.
- ¿De verdad que no te pasa nada?
- Sí, de verdad. Es solo que hoy alguien me ha dado, sin saberlo, una gran alegría y estoy muy, pero que muy feliz.
- Vaya, pues me alegro. Oye, ¿y con quien te encuentras tú en la calle que te hace tan feliz? –exclama ella soltando las manos de Viktor y fingiendo estar celosa mientras intenta hacerle cosquillas.
Viktor rie.
- No tienes que preocuparte por eso. En el fondo, esa persona me ha hecho recordar precisamente que lo mejor de la vida es tener a la familia junto a uno. Por eso os he querido decir una vez más a ti y a las niñas lo mucho que os quiero.
- Sabes que no les gusta que las llames así.
- Ya lo sé, pero ¿cómo quieres que no las vea como niñas?, si incluso podría ser su abuelo.
- No exageres, anda. Mira, ¿sabes lo que voy a hacer?, voy a preparar la cena. Hoy te voy a hacer un pescado al horno, con limón, tomate, cebolla y patatas, como a ti te gusta. Las niñas, como tú las llamas, no van a estar. Así que, ¿quien sabe?, a lo mejor tras la cena y la botella de vino blanco que nos vamos a beber pueda comprobar si todo en ti está de tan buen humor.
Viktor le guiña un ojo.
Aquella tarde de sábado había cambiado para siempre su vida. Aquel hombre que actuaba de una manera tan rara que había acabado por llamar su atención y que, después de pasarse unos cuantos minutos parado frente a su casa mirando con interés mal disimulado a todo el que se cruzaba con él, se había sentado en un banco a pocos metros de donde él estaba. No le cabía ninguna duda. La marca de nacimiento con forma de estrella que tenía en la frente –la misma que él, desde su operación de cirugía estética ya no poseía-, era un Chertó. El bueno de Ben Hadad, aquel viejo espía, lo había conseguido. Desde miles de kilómetros de distancia había logrado ponerle a su hijo ante las narices y, tal como le había pedido, sin que éste sospechase nada. ¡Dios!, si hasta le hubiese podido tocar de haberlo querido. Pero había decidido no acercarse. Richardus y Jorge Chertó eran personajes del pasado y eso, para lo bueno y para lo malo, incluía a todos cuantos habían formado parte de sus vidas. Ahora él era Viktor Willis, y tenía una maravillosa mujer y unas hijas preciosas a las que adoraba. Esa era la única realidad posible. Y en esa realidad no entraba Yago, aunque de ahora en adelante su recuerdo ocuparía un lugar muy especial en su memoria. Era extraño pero, de no ser porque desde su posición tras el seto del jardín público, mientras observaba a su hijo que parecía meditar sentado en aquel banco, era imposible oír lo que éste podía decir, hubiese jurado que le estaba hablando a él.
Cuando Amy y Kelly salieron de casa sin despedirse, como acostumbraban a hacer últimamente –cosas de la edad-, Viktor se encaminó hacia la cocina.
- Valerie –exclamó-, ¿que tal si te demuestro ahora lo feliz que me siento y dejamos la cena para más tarde?
...Ya en la calle, me despido de él y subo al taxi. Cuando le indico al conductor –aventuro que hindú o paquistaní,
ResponderEliminarPues diferencia, haberla hayla...