domingo, 8 de mayo de 2011

Richardus DIECISÉIS


Dieciséis

Julio de 1975

Tras poco más de diez años moviéndose por Oriente próximo como katsa de Ben Waitzmann, Jorge Chertó había logrado crear una discreta pero fidedigna red de informadores que le mantenían al corriente de todo cuanto se cocía en el siempre hermético y peligroso mundo de los grupos islamistas, ya fuesen de carácter violento o no, y se había granjeado una merecida reputación de ejecutor implacable. Encargarle un trabajo –eufemística manera de llamar a un asesinato- a Jorge, a quien todo el que tuviese un mínimo de relación con la guerra sucia que se libraba en la zona conocía por el sobrenombre de Richardus, apodo inspirado en el nombre del Rey Corazón de León, era garantía de que el objetivo de la misión sería alcanzado con éxito.

Jorge, que en los primeros tiempos se había guiado por un cierto romanticismo creyéndose descendiente de judíos sefarditas y obligado a atacar a los que le odiaban, había acabado por convertirse en una máquina calculadora e imparable que ejecutaba con exactitud quirúrgica todo aquello que le era encomendado por el poder oculto. Pero, ¿quien o quienes detentaban tal poder, la CIA, el Mossad, la Secretaría de Estado norteamericana..., la Ford Motors Company o la Coca Cola tal vez? La respuesta era simple. Todos a la vez y ninguno en particular. Eso, en el fondo, ya le importaba más bien poco. Lo que era primordial a estas alturas, amén del aspecto puramente pecuniario, era que sus actuaciones le habían permitido socavar las bases del integrismo islámico, algo que con el tiempo le hizo distanciarse de su mentor, Fructuoso, un impenitente antisionista. Pero, atacando la vertiente de los emolumentos, Richardus sabía que, si una cosa tenía el poder, eso era dinero. De hecho, estaba convencido de que el poder era el mismísimo dinero, por lo que vendía caros sus servicios. Quizás por ello no siempre había cobrado en efectivo. Existe una anécdota muy clarificadora sobre el particular. En una ocasión, después de haber participado en el asesinato de los miembros de un comando del Ejército Rojo japonés que en 1972 mataron a veintiséis personas en el vestíbulo del aeropuerto de Tel-Aviv, un sorprendido Richardus se vio recompensado con un valioso óleo. Se trataba de “New York Movie”, un Hopper auténtico datado en 1939. Era un cuadro precioso, una tela que mostraba a una ensimismada acomodadora de sensual y rubia cabellera. Inmóvil, apoyada contra la pared del pasillo lateral de la sala al inicio de los escalones que conectaban el vestíbulo con el patio de butacas, parecía dejar que su pensamiento volase muy lejos de aquel local mientras diversos espectadores asistían a una proyección que ella no podía divisar desde su posición. Muy bonito, pero ¿qué se suponía que debía hacer con aquel Hopper, lo colgaba en la cocina? Aquella obra valía una millonada pero tampoco era cuestión de esconderla en una caja de seguridad y sepultarla en el vientre de la fría cámara acorazada de algún Banco. Así pues, Richardus acabó donando el cuadro al Museo de Arte Moderno de Nueva York, el MOMA, en donde el cuadro sigue catalogado hoy día como proveniente de una donación anónima sin que se haya desvelado nunca la identidad de tan generoso filántropo.



Dedicado en cuerpo y alma a desenvolverse como pez en el agua a través de los cauces hediondos de las alcantarillas más pestilentes de la política internacional, Richardus intentó durante años mantener una doble vida. Casado y con un hijo, se amparó en su disfraz como delegado de ventas para España y Portugal de Westinghouse Ibérica S.A., utilizándolo como perfecta tapadera para ausentarse a menudo y por periodos cada vez más largos en pos de sus particulares cruzadas contra el infiel, dejando –como su admirado Corazón de León- a su esposa en casa. Sin embargo, su mujer, una suerte de moderna pero igualmente desgraciada Berenguela de Navarra, había disfrutado de un escaso pero aún así mayor contacto carnal con su marido que el que nunca imaginó la histórica infanta. Tal cosa le había deparado, entre otras alegrías más efímeras, la posibilidad de haberse realizado como madre y así disfrutar del afecto y compañía de su hijo Yago durante las continuas ausencias de su cónyuge.

Jorge Chertó había conocido a la que acabó convirtiéndose en su triste esposa, Mariona Bas, en 1964. Por aquel entonces, después de haber pasado más de un año en un kibutz de Galilea, medio oculto tras su participación en el affaire Mattei, Jorge creyó oportuno regresar a Barcelona y permanecer en la ciudad por un tiempo indeterminado. Sus padres habían fallecido mientras dormían al incendiarse su vivienda en la calle Ribes a causa de un cortocircuito en los bajos del edificio. El fuego, que adquirió en pocos minutos una inusitada virulencia, se había extendido rápidamente hacia las plantas superiores del inmueble antes de que los bomberos llegasen al lugar del siniestro. La Patro fue otra de las desgraciadas víctimas del incendio y Fructuoso también fue dado por desaparecido, aunque nunca se encontró su cuerpo.

Al principio, Jorge –que no quiso regresar al taller mecánico en el que había trabajado años atrás-, consiguió emplearse con relativa rapidez como agente comercial de Philips España. Mariona trabajaba en dicha empresa como secretaria de Dirección en las oficinas de la compañía en la avenida de la Diagonal –por entonces avenida del Generalísimo- en la capital catalana. La joven disfrutaba de una exquisita educación y, aún no siendo de comportamiento disoluto o reprobable, tampoco era una mojigata estirada, algo que para desgracia de los empleados solteros de Philips era moneda corriente entre las féminas casaderas de la empresa. En la persona de la joven coexistían, además, una timidez solapada y cierto desparpajo que la hacían excepcionalmente atractiva a los ojos de Jorge. Por añadidura, físicamente Mariona era muy bella. Jorge, por su parte, era alto y bien parecido, desenvuelto, culto y, gracias a su estancia en Israel, su cuerpo había adquirido un aspecto fibrado envidiable. Si había dos personas en el mundo –o como mínimo en las oficinas barcelonesas de Philips- que parecían hechas la una para la otra, esas eran Jorge y Mariona. La pareja, después de dos años de noviazgo, contrajo matrimonio en la iglesia de Nuestra Señora de Belén, en las Ramblas. Pero lo que a priori podía parecer la unión potencialmente más feliz y duradera del siglo, no tardó en convertirse en un pequeño infierno. Jorge nunca debió haber involucrado a Mariona en su vida de mentiras y destrucción. Sin embargo, aunque se dio cuenta de ello, lo hizo demasiado tarde.
Al poco de casarse, él decidió que su trabajo en Philips limitaba su capacidad de movimientos. En varias ocasiones había regresado a Israel para participar en diversas operaciones de represalia contra grupúsculos palestinos violentos, y le había sido bastante difícil justificar aquellos desplazamientos ante sus superiores, a los que contaba que se debían a motivos familiares. Por supuesto, a Mariona le decía todo lo contrario, que eran por causas laborales. Así que, a través de sus contactos en la embajada norteamericana en El Cairo, consiguió un trabajo –ficticio esta vez- en una filial de Westinghouse, la empresa que en 1957 había construido en Shippingport la primera planta nuclear de los Estados Unidos y que participaba activamente en la carrera espacial, concretamente en las misiones Geminis VI y VII, equipando a las naves con radares de su factoría. Para Jorge, era la tapadera perfecta para poder dotar de razón ante su esposa a las numerosas idas y venidas de éste a los Estados Unidos y Oriente próximo. Ello también le permitía explicar convincentemente la ocasional recepción de misivas con membrete militar que Jorge justificaba comentando la notoria relación de su empresa con el Pentágono. La razón real era la negligencia de algún administrativo novato. Estas grietas en la seguridad llevaron a Jorge a solicitar de sus enlaces en la Secretaría de Estado que, a partir de ese instante, se destruyesen los ficheros con sus datos y se le comenzase a enviar la correspondencia a un apartado de correos bajo el epígrafe de Richardus.

Pasados unos años en los que Jorge pudo ejercer más o menos cómodamente de su alter ego a costa, eso sí, de hacer oídos sordos a los más que merecidos reproches que le dedicaba su esposa, es a partir del nacimiento de Yago cuando la situación comienza a hacerse insostenible. Así que Jorge, quien no obstante seguía profundamente enamorado de Mariona y amaba a su hijo más que a nada en el mundo, comenzó a darle vueltas con pesar a la idea de abandonar a su familia por amor, incapaz de dejar a un lado las satisfacciones que su vida paralela como Richardus le proporcionaban. Era pues preferible para todos poner el punto final a una situación que podía provocar ulteriores sufrimientos que ni Yago ni Mariona merecían. Cuatro meses antes, ocho palestinos habían desembarcado en una playa de Tel-Aviv abriendo fuego contra los bañistas que allí se encontraban. El comando se había refugiado luego en el Hotel Savoy, cogiendo como rehenes a varios huéspedes. Uno de ellos había sido Richardus, a quien por suerte para él, nadie había reconocido pero que vio su muerte demasiado cerca. Sus temores no eran infundados. Richardus se alojaba en el Savoy después de haber asesinado en Jaffa a un activista de la Jihad Islámica. De haber sabido quien era, sus captores no hubiesen tenido piedad con él. Evidentemente logró escapar ileso del trance, pero aquel suceso le había hecho replantear una vez más su situación familiar. Hasta ese momento, todas sus acciones habían discurrido como novelas de folletín decimonónico. Era como el Fantasma de los cómics, que luchaba contra los malvados en la jungla de Bengala junto a su inseparable y fiel perro, Demonio, y que siempre salía con vida de sus refriegas. Sin embargo, él no tenía perro ni se movía por Bengala, sino por un escenario mucho más peligroso. De momento, como el héroe de papel, había conseguido eludir a la muerte. Pero, ¿cuanto le duraría la fortuna?

Después de casi perder la vida un par de meses más tarde en una emboscada cerca de Damasco, Richardus sintió la imperiosa necesidad de regresar a Barcelona para compartir sus últimos días al lado de su mujer y su hijo. Cuando llegó el verano, Jorge Chertó, alias Richardus, tomó una firme e irrevocable decisión. Equivocado o no, pensaba que el rencor que su esposa e hijo albergarían contra él harían que, de ocurrirle alguna desgracia o no se enterarían o, de hacerlo, les libraría de sentir pena alguna. De esta forma, doliéndole en el alma, abandonó a su familia sin siquiera despedirse. Así fue como, de la noche a la mañana, Yago Chertó perdió a su padre para siempre.
Los años pasaron y rencor, lo que se dice rencor, ni la pobre Mariona ni Yago lo sintieron. Si acaso una soledad inexplicable. Eso sí, cuando el niño alcanzó su mayoría de edad catalanizó su nombre como Jaume y alteró el orden de sus apellidos, colocando el materno en primer lugar, más que como un despecho hacia su progenitor, como un reconocimiento a la persona que le había educado y cuidado.

3 comentarios:

  1. Jorge, que en los primeros tiempos se había guiado por un cierto romanticismo creyéndose descendiente de judíos sefarditas y obligado a atacar a los que le odiaban, había acabado por convertirse en una máquina calculadora e imparable que ejecutaba con exactitud quirúrgica todo aquello que le era encomendado por el poder oculto.

    -Que fuerte, tu!

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  2. La de chorradas que he llegado a escribir ¿eh?

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  3. Joder!
    Como yo.
    Pero divierten al publico que nos patrocina la siguiente.
    Molamo o no molamos?
    Pos eso!

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