Pasaban ya varios minutos de las nueve y media de la noche cuando tu padre entró en el número veintiocho de la calle Petritxol, el inmueble en el que vivía Pancracio Torrijos, el prestamista dueño de la casa de empeños que le adquirió la gargantilla de la impresentable y rastrera Frida. Había estado esperando en la calle, al amparo de las sombras, hasta que un vecino había abandonado el edificio. Entonces, sin que éste le viese, había accedido al interior de la escalera antes de que la puerta se hubiese cerrado de nuevo.
Al llegar al tercer piso, introdujo la mano derecha en el bolsillo de la gabardina y con la izquierda golpeó la puerta del hogar de los Torrijos con la firme decisión de empuñar el arma ante el menor contratiempo. Estaba convencido de que el prestamista no tendría un objeto de tal valor en el local, e imaginaba que –sin duda- la guardaría en su propia casa, en alguna caja fuerte.
Pero las cosas, desde un primer momento, no sucedieron como él esperaba. Cuando la puerta se abrió, no fue Torrijos quien le recibió sino su criada, una ecuatoriana llamada Luz Divina. Tu padre, con las neuronas maltrechas por el abuso de sustancias diversas intentando establecer las conexiones correctas a marchas forzadas, con tal esfuerzo para su cerebro de adicto que casi se le podía oír rechinar, le preguntó a la sorprendida mujer por el paradero de su Señor, asegurando ser un amigo de éste. Ya en el recibidor, franqueada la puerta, en el primer descuido de la doncella agarró una lámpara con forma de candelabro que había sobre el taquillón y la estampó con fuerza en el rostro de la pobre ecuatoriana. En ese momento, la desviada y errática moral de tu padre acabó por hacerse añicos del todo. Cerró la puerta rápidamente y, mientras la mujer se desplomaba medio inconsciente, entró en la primera dependencia que encontró –que resultó ser la cocina- y extrajo de un cajón un cuchillo de grandes dimensiones, como los de cortar carne. Con éste asido fuertemente, regresó junto al cuerpo de la conmocionada sirvienta que luchaba por volver en sí, y se lo clavó entre los dos pechos, partiéndole el corazón en un único y certero tajo por el que comenzó a manar abundante sangre. Tu padre, sin embargo, no se amilanó. Tal como me confesaría en su estancia aquí, le pareció como si se hubiese dedicado a ello toda la vida.
En este punto del relato, ya no sé si lo que me ha turbado más han sido las palabras de Wang, poniéndome de manifiesto la verdadera naturaleza de mi padre, o la sempiterna sonrisa con la que ha acompañado incluso los pasajes más escabrosos. Mi cara debe haber sido lo suficientemente expresiva porque Wang ha dejado de hablar y se ha levantado.
- ¿Quieres que pare?
Me sirve limonada y me la ofrece. A mi me tiembla la mano con la que le acepto el vaso. Su ayudante, esta vez sin necesidad de campana alguna por lo que interpreto que se ha mantenido en el pasillo, atento al monólogo de Wang, entra en la habitación y abre de par en par una ventana cerrada que había tras de mi y en la que no había reparado.
- No –le digo-, sigue por favor, necesito escuchar todo cuanto tengas que decirme, aunque me duela o repugne lo que oiga.
- Como quieras –me contesta, y por primera vez deja de acompañar sus palabras con una sonrisa.
- Tu padre arrastró entonces el cuerpo hasta la cocina. Allí encontró varios trapos con los que secó lo mejor que pudo la sangre del suelo, y se dispuso a esperar a Torrijos el tiempo que hiciese falta. Mientras tanto, sacó tiempo para deshacerse de la gabardina, salpicada de sangre, abrir el frigorífico y comer un poco de queso brie antes de apagar todas las luces de la casa y aguardar de pie, inmóvil, agazapado a oscuras en la cocina acechando a su presa. Exactamente a las diez y veinticuatro minutos de la noche, el dueño de la casa abrió confiado la puerta. Extrañado por la desacostumbrada oscuridad, abrió la luz del recibidor sin reparar en la ausencia de la lamparita del mueble. Bueno, ni en eso ni en los restos de sangre de la pared. Lo primero que hizo fue llamar a la asistenta y, por el tono de voz que empleó, a tu padre le pareció que el cometido de la ecuatoriana en aquella casa incluía, por decirlo de alguna manera, tareas de alcoba. En realidad, poco importaba ya ese dato. En cuanto Pancracio, sin intuir el peligro que le aguardaba, pasó ante la puerta de la cocina camino del salón, con Luz Divina como único pensamiento, tu padre se abalanzó sobre él, sujetándole desde atrás para –apoyando el cañón de la Browning en su nuca- obligarle a caminar hacia el dormitorio y, una vez allí, obligarle a ponerse de rodillas y pegarle un tiro a bocajarro reventándole el cráneo.
Mi cara debe reflejar incredulidad, porque Wang interrumpe de nuevo su narración y, como leyéndome el pensamiento, me confirma que lo que me ha parecido escuchar es cierto.
- Sí, como lo oyes. Los nervios le traicionaron. Él mismo me contó que en ese momento se comenzó a llamar idiota a viva voz. Solo que le hubiese preguntado al prestamista por el paradero de la gargantilla, ya que ese era el objetivo de su visita a esa casa, lo más seguro es que Torrijos se lo hubiese dicho, poniendo fin a todo ese follón de una forma satisfactoria. Pero no, desgraciadamente no ocurrió así. Su dedo índice se había precipitado presionando el gatillo del arma. Ahora, el usurero estaba en el suelo, empapado en su propia sangre, con el culo grotescamente hacia arriba, la cara y el pecho en el parquet, los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y su masa encefálica esparcida por la pared y la mesilla de noche. Total, que tu padre comenzó a abrir cajones y armarios frenéticamente. Presa de un ataque de nervios, miró en las estanterías, tras los cuadros...., se paseó por toda la casa poniéndola patas arriba, rebuscando en cualquier rincón susceptible de esconder una pequeña caja fuerte o la mismísima alhaja que tanto ansiaba encontrar. Pero nada, no aparecía. Llevaba poco más de media hora de frenética búsqueda, con el pulso acelerado y el sudor resbalando por su frente, cuando un débil chasquido le sobresaltó. La puerta de casa se había abierto. Concepción Alfaro, esposa de Torrijos, acababa de entrar ajena a lo que acontecía. Cerró la puerta y, naturalmente, no tardó ni cinco segundos en aparecer en el desordenado salón, donde tu padre se exprimía el cerebro buscando apresuradamente una explicación verosímil para justificar su presencia en medio de aquel alboroto. Cuando la mujer le vio, tu padre se apoyó en el sofá intentando disimular el temblor de sus extremidades. Se identificó como policía para, acto seguido, informarla de que sus subordinados habían detenido a Pancracio y a su criada por estar supuestamente relacionados con la compra de un botín procedente de un robo perpetrado esa misma mañana en una joyería del Paseo de la Bonanova.
Concepción, que podía ser una cornuda pero no estúpida, no e creyó una sola palabra y, asustada, dio media vuelta dispuesta a huir del piso rápidamente. Entonces, tu padre levantó la Browning y le disparó. Aunque no la alcanzó de pleno, la bala rozó levemente el cráneo de Concepción. Solo fue un rasguño, pero suficiente para hacerla caer al suelo dolorida y mareada. Tu padre no necesitaba más. Corrió hacia ella y, agarrándola por los tobillos, la arrastró hasta la habitación del matrimonio mientras ella, que había enmudecido a causa del pavor que le atenazaba la garganta, se debatía contra su captor propinándole patadas. Sin embargo, lo peor no había llegado. Cuando tu padre abrió la luz del dormitorio y Concepción se vio ante el cuerpo sin vida de su marido, que continuaba en aquella ridícula y extraña postura, dejó de ofrecer resistencia. Eso fue aprovechado por tu padre para levantarla en volandas y lanzarla sobre la cama antes de introducirle el cañón de la pistola en la boca y disparar.
Superado por completo por aquella orgía de sangre y violencia gratuita, enajenado y desquiciado, tu padre regresó al salón y reemprendió la búsqueda del collar. Cuando finalmente aceptó que todo parecía indicar que abandonaría aquella casa sin la joya en su poder, abrió el mueble bar y se sirvió un vaso de cachaça, a palo seco, para continuar con la botella de anís Del Mono. A las tres de la madrugada, confuso, borracho y enfadado consigo mismo, se dirigió dando traspiés hasta la habitación de lo Torrijos y se tumbó junto al cadáver de Concepción. Aunque cueste creerlo, tu padre fue capaz de dormir plácidamente –al menos eso es lo que me aseguró él- durante casi nueve horas seguidas.
Inexplicablemente, ningún vecino había oído los disparos de la noche anterior o, como mínimo, no identificó las detonaciones del arma como tales. Cuando despertó, una extraña serenidad inundaba el hogar de los difuntos. Tu padre tomó una ducha e intentó masturbarse sin demasiada convicción, pero no consiguió excitarse lo suficiente por lo que lo dejó estar. Una vez limpio y vestido con ropa perfectamente planchada, se preparó un café, un par de tostadas con mantequilla y una generosa copa de brandy. Luego, entonado pero increíblemente tranquilo, abandonó el edificio y, cavilando sobre lo que había ocurrido, tomó el camino hacia una de las bocas del Metro de la Plaza de Catalunya.
Ya en la pensión de la calle de las Filipinas, al amparo de las cuatro paredes desconchadas de su reducida habitación, inhaló unos restos de cocaína que aún le quedaban y apuró el culo de una botella de licor de melocotón barato. Estaba acabado. Se había convertido en un asesino despiadado, alcohólico y drogadicto. Y al final, ¿para qué?. No tenía ni idea de donde estaba la maldita gargantilla. Estaba seguro de que Frida cumpliría sus amenazas y le contaría a tu madre que no era más que la exmujer de un adúltero embaucador, con problemas con la bebida y el juego. Y eso sin conocer de lo que había sido capaz en las últimas horas. Fue en ese instante, comprobando que se hacía realidad aquella máxima que reza que quien nada posee, nada debe temer a perderlo, cuando tu padre sintió que tenía una especie de revelación, un pequeño soplo de lucidez que fue suficiente para hacerle comprender que debía escapar de todo aquello. Cogió de entre sus pertenencias un pasaporte falso que hacía años que ocultaba, la Browning y las llaves de su cochambroso Chrysler 180, a bordo del cual dejó atrás la ciudad dirigiéndose hacia el sur. Alguien, no recordaba exactamente ni quien ni cuando, le había hablado de un monasterio budista, un reducto de espiritualidad oriental en medio de las montañas de Huesca, un lugar en el que no te hacían preguntas y ayudaban a los viajeros a encontrar la paz interior. Así fue como tu padre acabó aquí y me contó su historia.
- Así que me estás diciendo que mi padre –pregunto después de exhalar un prolongado suspiro que no puedo reprimir-, la persona que ciertamente no me crió pero que ayudó a concebirme y, por tanto, responsable de que yo esté en este mundo, años después de abandonarme perdió la chaveta por culpa de las drogas, se lió con una danesa adúltera y se convirtió en un asesino, ¿lo he entendido bien?
- Bueno, en resumen así es –me contesta Wang, recuperando la fea costumbre de sonreír con cada frase que sale de sus labios.
Por mi parte me doy cuenta de que estoy comenzando a canalizar mi odio y mi frustración contra el pobre monje. No sé de qué coño se ríe, y eso me exaspera, pero tampoco tiene la culpa de que me acabe de dar cuenta de lo execrable que era aquel a quien yo tenía idealizado. Me levanto y le pido que salgamos fuera. Ni se imagina lo cerca que está de que le pegue un puñetazo.
- Por supuesto –me dice-, sin ningún problema. Te hará bien dar un paseo y respirar aire puro. Soy consciente de que hoy has conocido muchos y desagradables detalles sobre tu padre. Es normal que estés desconcertado.
Cuando por fin salimos del edificio, aspiro todo lo profundamente que soy capaz un aire cargado de olor a piñas. En las copas de los árboles que nos rodean hay multitud de diminutas campanillas que hace sonar el viento, y su tintineo actúa como un bálsamo para mi maltrecho ánimo. Poco a poco noto como me voy serenando, y no ofrezco resistencia alguna cuando noto que el monje se agarra a mi brazo y me invita a echar a andar. En silencio comenzamos el paseo rodeando el pabellón de invitados hasta que llegamos al huerto, ahora solitario, en el que supongo que hace un buen rato trabajaban los ayudantes de Wang. Huele a tierra removida y a abono. Entonces algo llama mi atención. Bajo el cobertizo que se encuentra adosado al huerto, hay un coche antiguo pintado de un reluciente color rojo cereza, en un estado de conservación admirable. Wang, abiertamente satisfecho, nota mi interés por el automóvil.
- ¿A que es precioso?. Es un Datsun 1200 pick-up, de 1959. Mil centímetros cúbicos y escasos treinta y siete caballos de potencia. Fue el primer modelo de la marca, una rama de Nissan, en ser exportado a los Estados Unidos desde Japón. Se hizo extremadamente popular durante la primera mitad de los 60 entre, sobretodo, los jardineros orientales de California. Mi tío me lo dejó en herencia y ahora recorre de tanto en tanto las carreteras de Huesca.
- Es magnífico –le digo sinceramente.
- Sí, ya lo sé –responde con orgullo mal disimulado.
...deshacerse de la gabardina, salpicada de sangre, abrir el frigorífico y comer un poco de queso brie...
ResponderEliminarMe encanta el brie...
Y a mi.
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