Trece
Mayo de 1997
Cuando alguien como Richardus expresa su deseo de -diciéndolo eufemísticamente- cambiar de aires, no es lo mismo que cuando un empleado de McDonald’s dice que se va a fichar por Burger King. No señor, cuando alguien como Richardus, que a lo largo de su carrera ha recibido de variadas manos ingentes cantidades de dinero a cambio de fidelidad y discreción en relación a diversos servicios pestados, quiere abandonar el equipo, siempre hay quien comienza a acusar una irrefrenable paranoia. Y eso, a menudo en según qué ámbitos, resulta fatal para la salud del disidente. Pero Ben Hadad no estaba dispuesto a perder a su amigo. Richardus, el agente freelance, pretendía esfumarse, ¿y qué?. A su modo de ver, eso no debía conllevar la desaparición de Jorge, la persona. Por ello, después de hablar durante largo rato con los responsables de la seguridad del Estado, había dado su palabra de que la ausencia de Richardus del damero invisible de la guerra sucia y soterrada que los servicios de inteligencia y el poder económico de todo el mundo libraban los unos contra los otros, no debía suponerle riesgo alguno a los intereses de Israel, Estados Unidos o cualquiera de los gobiernos relacionados directa o indirectamente con las actividades del mercenario.
Muchos años atrás, a principios de la década de los 30, Benjamín Waitzmann era un crío de cinco años, alegre y despierto, que jugaba en las calles de su Cracovia natal con canicas de arcilla, toscas e irregulares, que destrozaban a menudo los bolsillos de sus pantalones, provocando el consiguiente enfado de su madre. Los niños ricos jugaban con cuentas de vidrio de diferentes colores que resultaban menos dañinas para la ropa, pero la modesta condición social de la familia Waitzmann, con un padre zapatero y una madre ama de casa que esporádicamente hacía labores de costurera por encargo, no daban para mucho dispendio. No obstante, la infancia de Benjamín transcurrió feliz durante años, incluso cuando el III Reich anexionó Polonia y tanto él como su familia tuvieron que huir del país, camino de Londres. La residencia definitiva de los Waxman, tras unas semanas de búsqueda frenética durante las que fueron ayudados por unos parientes, se estableció en la población costera de Bournemouth, en donde la familia cambió su apellido demasiado hebreo y Benjamín estudió y cultivó su especial dotación para el dibujo y la pintura, algo que iba a conducirle a falsificar, ya adolescente, pasaportes para los agentes sionistas de Haganah o Stern escondidos en la Gran Bretaña.
En Israel, desde el fin de la guerra en Europa y antes de la proclamación oficial como Estado, se habían comenzado a fundar los kibutz, poblados rurales y agrícolas basados en una estructura social de raíces comunistas en los que la propiedad se compartía por todos los miembros del grupo, los llamados kibutznik, siguiendo los ideales del socialismo y el sionismo. La mayoría de esas granjas fueron fundadas por inmigrantes de la Europa del Este, principalmente rusos que habían llegado a Palestina entre finales del siglo XIX y principios del XX, y se convirtieron en asentamientos establecidos en aquellos territorios que, desde el punto de vista de las comunidades que los formaban, correspondían por ley a los judíos. Benjamín, que había cambiado su nombre por el de Ben Hadad, dejó Inglaterra y se estableció en el kibutz Manara, fundado por la hermana de Yitzak Rabin en plena frontera con el Líbano. Corría el año 1949 y Ben Hadad era, oficialmente, miembro destacado de Haganah, organización hebrea de inteligencia que operaba en Palestina creada a finales de la década anterior y que veinte años más tarde estaba llamada a convertirse en el embrión de lo que sería el servicio de espionaje israelí, el implacable Mossad.
Años después, Richardus, quien había pasado un tiempo como kibutznik, conoció a Ben Hadad, quien por aquel entonces formaba parte del servicio de seguridad interior de Israel, el casi desconocido Shin-Bet, y que descubrió en aquel joven español al perfecto candidato para infiltrarse en la comunidad árabe, convirtiéndole en su katsa, es decir, un informador. Dada su valía, predisposición y aparente simpatía por los postulados sionistas –estaba convencido de que era descendiente de los judíos expulsados de España, la Sefarad hebrea, a finales del siglo XV-, Richardus trabajó a las órdenes de Ben Hadad recabando información para diversas agencias del país, aunque siempre expresó su voluntad de no pertenecer a ninguna de ellas de manera oficial. Su condición, poco ortodoxa eso sí, de agente freelance le favorecería más adelante, cuando –con autorización de Ben Hadad y sus inmediatos superiores- decidió alquilar sus servicios a una autoridad más etérea, menos definida pero más provechosa económicamente que la que únicamente pretendía la salvaguarda del Estado de Israel.
Durante los últimos más de treinta años, Richardus y Ben Hadad habían disfrutado de una relación entre fraternal y paterno-filial, extrañamente sincera para el mundo en el que se desenvolvían. No obstante, el polaco siempre había sabido anteponer sus obligaciones como agente y separar admirablemente los sentimientos del deber. Y si Richardus advirtió o imaginó en alguna ocasión esa dualidad en el trato, no lo manifestó. Quizás no sabía nada, o quizás sí. En realidad poco importaba. Lo cierto era que ahora, después de todos esos años, Jorge le había confiado que pretendía abandonar el servicio activo y, con ello, su puesto como pieza en el delicado engranaje del que ambos formaban parte. Ben Hadad, recién cumplidos los setenta años, era a primera vista para quien no le conociese, un hombre de mediana edad, agradable en el trato y bien conservado físicamente. Un jubilado entrañable, vaya. Sin embargo, a alguien como Ben Hadad Waitzmann no se le jubila nunca, y él ya había informado a quien correspondía de las intenciones de Richardus. Por supuesto, mucha gente se puso nerviosa pero, después de escuchar las explicaciones del anciano, éste fue autorizado a dejar volar a su katsa. Con una condición. Debía arrancar de Richardus el compromiso de participar en una última operación, algo que hacía mucho tiempo que se gestaba y que, al parecer, se encontraba ya a punto de llevarse a cabo. Por alguna razón, las personas que la habían diseñado habían sugerido el nombre de Richardus para dirigirla, y no podían permitirse a estas alturas un cambio de planes.
El primer encuentro se había producido en el domicilio de Ben Hadad dos semanas antes. Su amigo le había telefoneado aquella misma mañana, por sorpresa, para preguntarle si tenía algún inconveniente en recibirle al mediodía.
- Por supuesto que no –dijo entonces Ben Hadad, disimulando el desconcierto que aquella aparente urgencia le producía-, sabes que mi casa siempre está abierta para ti. Ven cuando te plazca.
- Gracias, mi hermano –contestó Richardus-, hasta luego entonces.
- Hasta luego –respondió Ben Hadad, antes de colgar y marcar seguidamente uno de los números secretos del Ministerio del Interior para dar cuenta de la inesperada y misteriosa llamada de su katsa.
Éste se presentó a eso de la una y cuarto del mediodía en la casita con jardín en el número 3 de la calle Yehuda Hayamit. El hogar de Ben Hadad se encontraba a poca distancia del puerto de Jaffa, al sur de Tel-Aviv, por donde gustaba de pasear a menudo. La atmósfera que envolvía al barrio estaba perennemente impregnada de una mezcla de salitre y olor a combustible para las embarcaciones de pesca o recreo. La puerta de la casa, como siempre, estaba abierta. Cuando Richardus franqueó la entrada, también como siempre, un joven agente del Shin-Bet tomó una fotografía desde su coche, anotando día y hora en que el veterano y legendario habitante de la casa recibía la visita.
- Hola –dijo Richardus desde el comedor-, ¿estás ahí?
- ¡Pasa! –gritó Ben Hadad-, ¡estoy en la cocina!
- Caramba, que bien huele –exclamó Richardus al entrar en aquella estancia tan amplia y bien equipada que más de un restaurante de la capital hubiese dado parte de sus beneficios por poseer. Definitivamente, Ben Hadad era un apasionado cocinero amateur. La casa no era gran cosa. Pequeño jardín, pequeño dormitorio, pequeño cuarto de baño y pequeño despacho. Sin embargo, la cocina –dotada de gran profusión de cacerolas, ollas y sartenes- y el comedor gozaban de una extensión formidable. Eran, sin duda, los espacios más importantes de la casa.
- ¿Qué estás cocinando?
- Pollo con frutos secos –contestó Ben Hadad-, en tu honor. ¿Aún te gusta la cerveza?
- Por supuesto –dijo Richardus aspirando el aroma que envolvía la cocina.
Ben Hadad abrió su frigorífico de doble puerta y alcanzó una botella que ofreció a su amigo.
- Toma –dijo-, es una Ch’Ti, me las traen de Normandía. Las tengo a 4º en un departamento especial del frigorífico,todo un sacrilegio. En teoría deben degustarse a una temperatura entre 12º y 15º, pero ya sabes que a mi me gusta la cerveza casi helada. Espero que no te importe.
- Está deliciosa así –contestó-. Además, yo tampoco soporto la cerveza tibia.
- Si lo deseas –añadió Ben Hadad, que había vuelto a trabajar en los fogones-, también tengo Kölsch y Diebels. Eso sí, condenadamente frías.
- No, de momento está bien con ésta.
Richardus se acercó a la cazuela humeante en la que trajinaba su anfitrión. Ben Hadad había dispuesto en su interior capas dobles de trozos de pollo deshuesados y cebolla cortada longitudinalmente echando entre capa y capa una pizca de sal, nuez moscada, jengibre, uvas pasas y ciruelas. Se trataba de un plato típico, pero complicado y laborioso, en el que debía variarse la potencia del fuego en el momento justo y que requería un tiempo total de elaboración de unas tres horas aproximadamente. Era, por consiguiente, un plato no apto para cocineros impacientes e impulsivos. El estofado se remataba doce minutos antes del final añadiendo nueces y espolvoreando el conjunto con azúcar y canela. El resultado, si se habían seguido todos los pasos correctamente, acostumbraba a ser sencillamente glorioso.
- No puedo continuar Ben, abandono –exclamó Richardus de pronto mientras abría el frigorífico y se servía otra Ch’Ti-. La verdad es que ya me siento mayor para esto. Ya sabes que, dentro de cinco años, cumpliré los sesenta.
Ben Hadad tapó la cazuela y ajustó la potencia de la llama.
- Pásame una, por favor –le dijo a su amigo, disponiéndose a escucharlo con atención.
- Y no solo eso. ¿De qué ha servido todo en realidad?
Ben Hadad no contestó.
- Dejé a mis padres completamente solos y ni me enteré a tiempo de que habían fallecido. Me convertí en ladrón, espía y asesino, traicioné la confianza de amigos musulmanes que eran tan buenas personas como podemos serlo tú o yo. Abandoné a mi esposa, a la que no dejé de mentir desde el mismísimo día en que la conocí, y a mi hijo, al que no he visto crecer y hacerse un hombre y que me odia o, peor incluso, ha ignorado mis ausencias sin importarle lo más mínimo.
- A veces –replicó Ben Hadad con voz pausada-, algunos somos llamados para ciertas tareas que van más allá, trascienden del ámbito de cada uno, tareas en las que la vida propia o la de la familia no tienen cabida y deben permanecer en un segundo plano.
Ben Hadad sabía perfectamente de lo que hablaba. Se apoyó en el mármol y clavó sus ojos, súbitamente tristes, en el suelo. A Richardus no se le escapó el gesto.
- No Ben. Seamos sinceros por una vez. ¿A cuantos mujaidin he eliminado?, ¿y cuantos hay ahora en las calles?
Ben Hadad Waitzmann guardó silencio.
- Yo te lo diré –prosiguió Richardus-, los mismos que hace años o quizás más. El odio engendra odio, amigo mío.
Richardus apuró su segunda cerveza.
- Al principio me guiaba la idea romántica, semirreligiosa incluso, de que era mi deber participar en la recuperación de la tierra prometida. Pero en el transcurso de los años me di cuenta de que iba convirtiéndome en un asesino sin piedad, a la búsqueda de excusas con las que justificarme, que había acabado ignorando por qué mataba. Ya solo soy un viejo y cansado mercenario sin ideales ni moral que ha traicionado a los suyos y que a veces no sabe ni quien le paga. Cualquier día de estos, no te engañes, alguien de arriba decidirá que soy más molesto que útil y le encargará a alguien como yo, pero con treinta años menos, que me quite de enmedio.
- No es justo que te expreses así.
- Ya, y para mi hijo –le interrumpió-, ¿ha sido justo?
Ben Hadad levantó la tapa de la cazuela y le echó una ojeada al pollo.
- Yo ayudé a matar a Sadat, Ben.
- Egipto era nuestro enemigo –respondió el viejo agente con convicción.
- Ya no, habíamos firmado la paz ¿recuerdas?
- Pero quizás no era bueno olvidar lo que su país nos había hecho en el pasado.
- No me hagas de abogado del diablo, hermano mío, no resultas convincente. La única verdad es que a aquellos que detentan el poder no les favorece que exista la paz, ¿no es cierto?
Richardus, visiblemente alterado, se sirvió una nueva cerveza. Una Kölsch en esta ocasión.
- ¿Quieres?
Ben Hadad negó con la cabeza mientras comenzaba a frotar unos pétalos de rosa con salitre y los ponía a macerar en el zumo de medio limón. La verdad es que él también sentía cierto desencanto desde hacía años. Pero llevaba tanto tiempo integrado en el mecanismo, y estaba tan desarrollado su sentido del deber patrio, que no se plantearía nunca dar el paso que su discípulo estaba a punto de dar.
- ¿Y qué se supone que debemos hacer –preguntó airado-, marcharnos de Palestina?
- No, pero quizás es el momento de compartir la Tierra Prometida. Hace tiempo que hemos pasado de víctimas a verdugos y eso nos ha hecho impopulares, con razón opino, ante buena parte del mundo, deslegitimando nuestro encomiable objetivo. No está bien, Ben Hadad, ya es hora de hacer caso al pueblo y todos juntos, hebreos y palestinos, seguir los dictados del corazón.
- Nuestros corazones hace años que están emponzoñados por el resenimiento hacia nuestros enemigos.
- Te diré algo Ben –añadió Richardus-, no me hables de enemigos de Israel. ¿Te pareció un acto de Estado la detención de Margalit Har-Shefi, por ejemplo? Lo más seguro es que a la pobre la condenen.
En 1995, Yigal Amir le contó a su amiga Margalit que iba a matar a Yitzak Rabin. Ella se lo tomó a broma –como hubo hecho cualquiera en su lugar-, pero su amigo llevó a cabo la amenaza. En cuanto se supo este particular detalle, la joven de solo veinte años, fue acusada de complicidad en el magnicidio por no haber hecho nada por impedirlo.
Curioso... una Cht'i... bonita alusión cervecera!!
ResponderEliminar¡Caramba!, alguien que lee mi novela por entregas...
ResponderEliminarPues en realidad nunca la he probado, algo que sí he hecho con la Kölsch, también mencionada en este capítulo.
La verdad, para ser sincero, su novela por entregas muchas veces la ignoro, otras hago lectura en diagonal y sólo entonces reparo en detalles cerveceros aunque el de la Kölsch se me ha pasado. Yo también he probado las Kölsch en episodios deportivos de infausto recuerdo.... Lo de su novela me parece encomiable!
ResponderEliminarSí, sí, encomiable... pero entre ignorarla y leer en diagonal no creo que se entere demasiado de la historia, y le anuncio que es enrevesada. Pero la voluntad es libre.
ResponderEliminarPor cierto, ¿existe ya un copia de su peliculilla chufera que me pueda descargar?
Pues la verdad es que me detuve a leer la primera entrega pero ya cuando vi los tumbos que daba la historia... aquello me recordaba a 'Viaggio nel Tempo' del maestro Salieri pero sin tanta chicha... y pensé que igual me mareaba... no descarto prestarle más atención a su obra... La peliculilla aún no está subida... creo... pero después de semana santa seguro que ya se podrá descargar
ResponderEliminar· Joer con el Mossad...
ResponderEliminar· Joer no se hace de rogar ni na el pluspintas este con su pelu...