Once
Octubre de 1985
Día 7, Lunes. El buque de recreo de bandera italiana Achille Lauro navegaba tranquilamente por aguas de un mediterráneo aparentemente en calma entre Egipto e Israel. El pasaje, como es natural en cruceros de este tipo, se estaba divirtiendo. El tiempo era excelente y la travesía estaba transcurriendo sin incidencias. Hasta ese momento, claro está. Mohamed Abbas, un individuo al que sus acólitos conocían como Abu Abbas, al mado de un grupo de activistas islámicos pertenecientes al Frente para la Liberación de Palestina, dio la orden de secuestrar el navío. La noticia fue rápidamente comunicada al mundo a través de los teletipos de la mayoría de agencias de prensa internacionales. De esa forma, la opinión pública no tardó en tener conocimiento de las demandas de Abbas y sus hombres, quienes decían no exigir más que la libertad de cincuenta y dos compatriotas palestinos prisioneros de Israel. Sin embargo, una acción que podía haberse saldado sin víctimas y que, de haberse planificado –o, al menos, ejecutado- cuidadosamente podía haber contado incluso con ciertas simpatías por parte de un sector de Occidente, tuvo un desarrollo trágico e inesperado. Algo salió mal. El plan trazado por Abu Abbas se fue al traste por culpa de los nervios de uno de los secuestradores. Ese miembro del comando, del que no trascendió la identidad, perdió los papeles y, dejándose llevar por su antisionismo visceral, arrojó por la borda del Achille Lauro a un tal Leon Klinghoffer, pasajero norteamericano de origen hebreo que realizaba el crucero en una silla de ruedas, impedido a causa de una lesión medular. Para el mundo, Abu Abbas acababa de ejecutar a un paralítico indefenso y, además, ciudadano de los Estados Unidos. Ese fue el principio del fin para las aspiraciones del terrorista. La Secretaría de Estado norteamericana, presionada por el influyente lobby judío de Washington, se implicó en el conflicto. Dos días más tarde, tras unas prolongadas negociaciones telefónicas, Abbas decide entregarse a las autoridades egipcias. Él supone que, evidentemente, una vez esté en tierra árabe, no le será difícil eludir el cerco policial.
Lo que no imagina es que un individuo extraño, alguien con quien nadie acepta tener la más mínima relación y cuyo nombre en clave es Richardus, ha sido movilizado con carácter de urgencia. Desde algún despacho del Capitolio se ha organizado con celeridad pasmosa, por supuesto de espaldas al Senado y a la Casa Blanca, una arriesgada operación que ha de llevar a Richardus, acompañado por un reducido grupo de hombres, hasta Túnez, lugar por el que se prevé que Abbas pase en su huida desde Egipto, país en el que ya se encuentra. El objetivo de Richardus es secuestrar a Abu Abbas y hacerle desaparecer, un curioso eufemismo para el verdadero fin de la operación. Pero, una vez más, los planes del activista van a torcerse y, con ellos –por suerte para él- la misión de Richardus. Poco antes de la llegada a Túnez del avión proveniente de El Cairo en el que se esconde Abbas, el aparato es interceptado por cazas estadounidenses y obligado a tomar tierra en Sicilia escoltado por éstos. No es la primera vez que los que mueven las fichas en ese particular y reservado damero de intrigas internacionales se zancadillean entre ellos. Así, mientras el poder económico en la sombra pretendía borrar a Abu Abbas de la faz de la Tierra ejecutando una, a su modo de ver, más que merecida venganza, el Senado decide dar un golpe de efecto con vistas a obtener un rédito político y acuerda ordenar al Pentágono el secuestro y traslado a suelo norteamericano de Abu Abbas, para juzgarle por el asesinato del ciudadano Klinghoffer.
Pero las cosas nunca son fáciles en estos casos. Para vergüenza de sus captores, Italia formula una protesta oficial y se niega a extraditar a Abbas y a cuatro de los terroristas que le acompañan en su avión. Además, en virtud de una controvertida, y nunca aclarada del todo, orden del Ministerio del Interior italiano, el islamista es puesto en libertad. Por supuesto, no tarda en esfumarse.
Si bien es cierto que posteriormente las autoridades dan marcha atrás y los tribunales condenan en rebeldía –es decir, sin presencia del reo- a cadena perpetua a Abu Abbas, el terrorista nunca será represaliado y se mantendrá oculto en Bagdad durante años, algo que, como es obvio, Saddam Husein nunca admitirá.
La historia de Mohamed Abbas es todo un novelon al mas puro estilo Bond o similares...
ResponderEliminarEl mundo de los tejemanejes entre bambalinas siempre da para mucho. Y eso que nos enteramos de la misa la mitad, que si no aún se nos quedaría la boca más abierta, de sorpresa o asco es igual.
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