lunes, 4 de abril de 2011

Richardus DIEZ (I)

Diez


Septiembre de 2003

Desde la cocina oigo a Angus reír mientras juega con su abuela, una alemana corpulenta que es la viva imagen hecha carne de la señora Sessemann, la abuela de la niña paralítica amiga de Heidi en su versión de dibujos animados. Bertha, mi suegra, ha venido a pasar el día con nosotros después de permanecer en Mallorca por espacio de un mes, en la residencia de unos amigos de juventud que han decidido jubilarse en la bonita isla mediterránea. Hanna ha salido un momento. Ha ido a comprar un postre especial para la ocasión en la pastelería que hay en el cetro comercial que se extiende por los bajos de nuestro edificio. Yo, por mi parte, acabo de poner el horno una bandeja de costillas de cordero lechal. Hoy cocinaré un plato que, precisamente, me enseñó Bertha por lo que la comida va a ser una especie de examen. Aún así, de momento, mientras oigo las risas en el comedor y mi mujer está ausente, creo que puedo disfrutar de unos minutos para mí. Cojo un vaso del escurreplatos y me sirvo un vermouth. Ciertamente, la relación de Angus con la madre de Hanna es inmejorable. Lo que no es de extrañar, porque mi suegra está acostumbrada a tratar con niños desde muy joven. A los 16 años entró a servir en una casa en las afueras de Frankfurt, a las órdenes de un matrimonio de nuevos ricos bastante impresentable, para cuidarse de la pequeña hija de éstos, Gudrun, la cual estaba aquejada de una extraña dolencia poco conocida que le provocaba una especie de alergia a la luz solar. Gudrun, que contaba por entonces siete años, tenía un carácter dulce que poco se correspondía con el de sus progenitores, una gente de lo más raro.

El día en que Bertha franqueó la verja que rodeaba la mansión de los Bergeren –poco después añadirían la partícula Von en su apellido, convencidos de que ello les otorgaría cierta distinción-, ya en el trayecto entre la casita de los porteros y el imponente edificio principal, Hilde, la sirvienta que la había salido a recibir, tuvo tiempo de advertirle sobre el mal genio de los Señores de la casa.
- ¿Como te llamas? –preguntó mientras la ayudaba con una de las dos voluminosas maletas que la joven traía consigo.
- Bertha –contestó mi suegra, por entonces una chiquilla de aspecto delicado-, ¿y usted?
- No me llames de usted –replicó la criada, sin responder.
- Vale. Oye, ¿eso de ahí son...?
- ¡Cerdos, muchachita! –le interrumpió Hilde, con un mohín de asco-, y echan una peste de mil demonios. Pero los Señores no pueden deshacerse de ellos. Bueno, ni de los animales, ni de los cuatro braceros que cuidan de la explotación de la granja. ¿Ves esos campos?, también pertenecen a la casa. Ahí se cultivan repollos, patatas y remolacha. Pero no te creas que los Señores ponen los pies en el huerto o en la pocilga, no, ellos se quedan siempre en la parte bonita, la que yo llamo “de cuento de hadas”.
- ¿Y son amables con el servicio? –preguntó Bertha, midiendo sus palabras pues aún no sabía si podía confiar en aquella mujer.
- ¿Amables, los Bergeren?, todo lo contrario. Si no fuese por la pobre Gudrun, ese angelito de Dios, yo ya me hubiese marchado de esta casa de locos. Pero, claro, ¿como voy a dejar a la pequeña con esos dos?. Bueno –añadió enseguida-, miento. También está el Señorito Rudolf. Digamos que los dos hermanos son las flores del rosal, y sus padres las espinas.
Hilde sonrió satisfecha del símil que acababa de hacer y miró a Bertha compadeciéndola. Cuando llegaron al porche de entrada a la mansión de los Bergeren, a mi suegra la casa le pareció como salida de un cuento gótico. En especial, llamó su atención el elevado número de chimeneas que coronaban el tejado. Hilde dejó la pesada maleta en el suelo y llamó al timbre con insistencia.
-¿Qué estás mirando? –preguntó casi sin aliento.
- Las chimeneas.
- Bah, son de adorno. La única real es aquella –dijo señalando a la más alta y gruesa.

Mientras esperaba, Bertha echó una mirada en rededor. Por detrás de la casa se advertían las frondosas copas de un bosque de avellanos. Desde donde estaba ahora, en la parte superior de las escalinatas del porche, no se divisaban las porquerizas. Sin embargo, tal como aquella mujer le había avanzado, el olor era completamente perceptible.
Hilde volvió a llamar al timbre.
- Esa vieja sorda de Martha –se quejó.
- ¿La Señora?
- No niña –rió-, la doncella. Iba con la propiedad, como los cerdos.
En ese momento se abrió la puerta. Al otro lado había una mujer de avanzada edad, aunque de complexión fuerte, que recibió a las recién llegadas con una afable sonrisa que no hizo otra cosa que poner de manifiesto su falta de dientes.
- ¿Qué? –inquirió Hilde, guiñándole un ojo a la anciana y cogiendo una de las maletas para entrarla en la casa-, ¿como se ha levantado hoy Su Majestad?
Martha agarró la otra maleta.
- Con el pie izquierdo.
- Por favor, no es necesario –dijo Bertha, intentando quitarle la maleta a la anciana-, puedo llevarla yo.
La mujer, dando un tirón, se zafó de la joven. Pero no se mostró enfadada, sino todo lo contrario. Parecía feliz de poder con el peso de aquel bulto.
- Yo también puedo, y quiero ayudarte. Soy vieja, pero no te engañes, me sobra energía. Por cierto, mi nombre es Martha. Tu debes ser Bertha, la nueva institutriz de Gudrun, ¿no es así?
- Sí señora, así es –contestó mi suegra.
- No me llames señora –dijo la anciana abriendo exageradamente los ojos-, aquí solo hay una Señora, y no tengo ninguna intención de que me confundan con ella.
- Bueno, yo me vuelvo –dijo Hilde.
- Apuesto a que ni se te ha presentado, ¿a que no lo has hecho Hilde? –preguntó Martha.
Bertha se encogió de hombros.
- Tiempo habrá para las presentaciones –exclamó la portera, mientras abandonaba el porche y regresaba al camino de acceso dispuesta a desaparecer en dirección a su hogar en la casita de la entrada, en donde vivía con su marido.
Martha cerró la puerta.
- Venga, coge esa maleta, que por mucho que quiera ayudarte yo no puedo con las dos. Como has visto, Hilde es de las que se cansan rápido. Pero no te dejes confundir por la primera impresión, se trata de una mujer muy buena.
- No, si yo no...
- Déjalo –le cortó la anciana adivinando que Bertha se había formado una imagen equivocada de su amiga-, no tienes que disculparte. Ven, te enseñaré tu habitación.


El timbre del temporizador me arranca del estado de ensoñación en que el recuerdo de esa historia me había sumido. Apuro el vermouth y extraigo las costillas del horno. Luego corto dos berenjenas en finas láminas y pongo a calentar aceite para freírlas. Lo que haré entonces con las costillas será envolver su parte carnosa con las berenjenas, pasarlas por huevo batido y semillas de mostaza verde, volviéndolas a freír para que el rebozado quede bien crujiente.
Oigo como a Angus se le cae al suelo el coche de hojalata litografiada que tengo en uno de los estantes de la librería. Él sabe que no se lo dejo para jugar, pero debe haber pensado que con su abuela allí no me atreveré a prohibirle que lo toque. Es un modelo Galop a escala, de la firma Lehmann, de color amarillo limón y dotado de un mecanismo de cuerda, que fue fabricado a principios del siglo XX. El coche es uno de los muchos que coleccionaba mi suegro, y el que me regaló con motivo de mi primer aniversario como nuevo miembro de la familia. El hombre era un verdadero loco de los automóviles, en especial de los custom car norteamericanos de finales de la década de los 50 y principios de los 60. Atesoraba revistas de importación como Car Craft, Customs Illustrated o Motorama, y tenía casi todas las maquetas que la marca Revell había lanzado de la serie Custom Monsters, diseñadas por Ed “Big daddy” Roth, toda una figura en ese submundo. Además, conservaba diversos singles de la época, pequeños vinilos para reproducir a 45 r.p.m., con temas como “Drag Race” de Billy Sherrill, o “Dragster” de Johnny Fortune. El padre de Hanna había sido siempre todo un personaje. El mes que viene se cumplirán dos años de su fallecimiento. Un devastador e implacable cáncer de páncreas empezó a consumirle un maldito día de primavera. En poco tiempo, su corpachón menguó lo indecible convirtiéndole en cuestión de meses en una especie de copia a escala de sí mismo. En una ocasión, muy poco antes de su muerte, le visité en el hospital. Casi no podía articular palabra por culpa de los sedantes, y daba la impresión de que estaba cansado de padecer ese sufrimiento extremo que por desgracia no le conducía a nada bueno. Me provocó una profunda sensación de lástima. Al despedirme le di dos besos y, de manera egoísta por mi parte –soy consciente- decidí que aquella sería la última vez que le iría a ver. No estaba dispuesto a recordarle consumido por la enfermedad. A partir de ese día no fui capaz de servirle a Hanna de gran apoyo, algo de lo que siempre me sentiré culpable, y me volqué en Angus y en intentar que las ausencias de su madre le pasasen lo más inadvertidas posible. Mi mujer, en el fondo, me lo agradecía. Ella necesitaba pasar más tiempo junto a su madre, compartiendo su dolor al lado del lecho del que era padre y marido. Y mi presencia, incómodo, nervioso y más preocupado por ella y su tristeza que por el hecho que la provocaba, la molestaba y estorbaba en su determinación. Su progenitor era, y así debía ser según su percepción en esos momentos, lo único prioritario. Y yo me empeñaba en querer anteponer su bienestar a todo lo demás, sin darme cuenta de que eso, ni era posible ni era lo que ella deseaba. Por esa razón me quité de en medio, dejándola hacer y sentir, convencido de que, de alguna manera le estaba fallando, pero sin poder actuar de otra forma. Hasta que todo acabó.

3 comentarios:

  1. La Señora Sessemann: Es la abuela de Clara. Es una señora muy alegre, ...

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  2. Sí, lo es. Los que tenemos una edad nos acordamos ¿eh?.
    Así ya puede hacerse usted una idea de como es ese personaje de mi novela.

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  3. Pos claro, si me lo leí de pe a pa...

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