El sábado lo pasé casi por entero encerrado en mi habitación, leyendo y escuchando música todo el rato, excepto cuando oía la voz de mi madre llamándome para comer o cenar, o preguntándose en voz alta por qué no salía yo a la calle y me aireaba en lugar de estar en casa. Era extraño como, de ordinario, los fines de semana se me acostumbraban a hacer cortos y sin embargo, ese en particular, me parecía que estaba transcurriendo a cámara lenta.
Por fin llegó el ansiado domingo, el día D, aunque para la hora H tuve que esperar un poquito más. Tras comer con Hanna una inmejorable mariscada en un restaurante de la Barceloneta frente al mar –antes de que el Ayuntamiento prohibiese y obligase a retirar las mesas junto a la playa de dichos establecimientos- me condujo a su hotel. Se trataba de un sencillo tres estrellas cercano a la Sagrada Familia. Los dos sabíamos lo que iba a pasar, por lo que no perdimos demasiado tiempo en preliminares.
Desnuda, sin el artificio de la ropa elegante que siempre vestía, su cuerpo aún me pareció más impresionante. ¡Dios!, ¿como podía aquel pedazo de mujer haberse fijado en una piltrafa como yo?. Ni física ni intelectualmente me encontraba a su altura. Por unos segundos me pregunté cuantos hombres habrían disfrutado antes que yo de aquella visión y noté como los casi siempre irracionales celos –en particular focalizados hacia aquel gilipollas llamado Borja- me atacaban. Pero rápidamente me concentré en apartar de mi cerebro aquellos pensamientos, fruto de mi acostumbrada inseguridad, que no tenían ningún derecho a enturbiar esos memorables instantes.
Estirados sobre la cama, nos abrazamos y entrelazamos nuestras lenguas mientras mis dedos acariciaban su sexo y, juguetones, se deslizaban abriéndose paso hacia el interior de Hanna. Sin detener mis caricias, lamí sus pezones hasta que intensificó sus jadeos y gemidos y su cuerpo comenzó a temblar ligeramente. Entonces volví a besar su boca, notando como su mano se cerraba con fuerza en torno a mi pene en erección, apretándolo a la vez que su cuerpo comenzaba a agitarse en pequeñas convulsiones. Después de correrse, se separó de mi.
- Un momento –me dijo con cara de circunstancias.
Vaya hombre. Aquello era como un desagradable intermedio publicitario justo en medio de la mejor escena de La noche del cazador. El puto condón. Hanna no se había acordado –bueno, ni ella ni yo, la verdad- de preparar uno. Por unos instantes se produjo algo parecido al tiempo muerto en un partido de baloncesto. Ella, sentada al borde de la cama, riendo, pidiéndome disculpas y rebuscando en su bolso, suplicándome divertida que aguantase. Y yo allí, tumbado boca arriba, con la polla tiesa, esperando el inicio de la segunda parte de aquel particular encuentro deportivo. Cuando encontró el preservativo, masajeó aquel trozo de carne que amenazaba con perder la gallardía de un momento a otro y lo enfundó en el látex. Entonces, recuperado satisfactoriamente el nivel adecuado de excitación, se sentó sobre mi para que la penetrase y arqueó su cuerpo ofreciéndome sus impresionantes pechos, que yo acaricié con lujuria mientras ella movía su pelvis arriba y abajo. Así estuvimos hasta que alcancé el orgasmo más intenso que he tenido en la vida.
El resto de la tarde –dado que no tuve fuerzas para repetir, soy así de patético- lo dedicamos a pasar un buen rato el uno junto al otro, abrazados en silencio, escuchando inmóviles nuestra respiración y con cierto miedo a pronunciar cualquier palabra que pudiese romper el encanto de la ocasión. Pero, como dice la canción, nada es para siempre. Con el atardecer llegó la despedida. Y con su marcha, aunque parezca cursi, una parte de mi murió. Huelga decir que la semana siguiente fue un infierno.
El último año le había estado dando vueltas a una idea, aunque me había faltado valentía para hacerla efectiva. Ya estaba harto de tratar como seres superiores a una caterva de individuos que, en más ocasiones que las que serían de desear, no merecían ni que se les diesen los buenos días, gente maleducada y prepotente que, acostumbrada a ser el blanco de todo tipo de quejas en sus respectivos trabajos, tenían asumida la máxima de “quien paga manda” y, dado que –aún no siendo cierto en todos los casos- eran gente que pagaba una cuota mensual como abonados a las instalaciones deportivas, se creían legitimados para descargar sobre mi o mis compañeros sus frustraciones. La culpa de ello, en parte, la teníamos nosotros mismos. La mayoría habíamos comenzado a trabajar en SeE muy jovencitos, con poquísima o nula experiencia laboral, y a las órdenes o al servicio de personas que generalmente nos rebasaban en edad.
Pero había pasado el tiempo, joder, y algunos ya peinábamos canas. Sin embargo, en todos esos años no habíamos podido desprendernos del hábito de una especia de sentido de la servidumbre que anidaba en nuestro subconsciente –fomentado por la gerencia del centro deportivo-, disfrazado de un desmedido interés por ofrecer al cliente un servicio y un trato exquisitos. Cuantas veces habíamos llamado por teléfono a un abonado moroso y una eficiente secretaria nos había despachado con un “en este momento está ocupado y no le puede atender. Llame un poco más tarde por favor”. Una vez podía ser comprensible, pero dos o tres ya era demasiado. Nosotros, como si nos tuviésemos que disculpar, respondíamos con frases parecidas a “oh, lo siento, ya llamaré en otro momento”, quedándonos con las ganas de soltar un “¡qué coño!, yo también estoy ocupado y si le llamo será por algo. Que se ponga o ya llamará él mismo cuando le cancele la tarjeta de acceso”.
En fin, que estaba muy quemado. Por eso, cuando tres semanas después de aquella inolvidable tarde dominical con Hanna, ésta me telefoneó contándome que no podía dejar de pensar en mi, y proponiéndome que me fuese a vivir con ella a Colonia, no necesité reflexionar demasiado. Al contrario, vi las puertas del cielo abrirse ante mi. Esa misma noche lo hablé con mi madre. Aunque, evidentemente, no le hizo mucha gracia, me apoyó en la decisión que había tomado. No volví a la oficina. Tardé diez días en arreglarlo todo y marcharme a Colonia con Hanna. Quizás todo fue demasiado precipitado, pero lo cierto es que echo ahora la vista atrás y no me arrepiento en absoluto del giro que le di a mi vida.
Por fin llegó el ansiado domingo, el día D, aunque para la hora H tuve que esperar un poquito más. Tras comer con Hanna una inmejorable mariscada en un restaurante de la Barceloneta frente al mar –antes de que el Ayuntamiento prohibiese y obligase a retirar las mesas junto a la playa de dichos establecimientos- me condujo a su hotel. Se trataba de un sencillo tres estrellas cercano a la Sagrada Familia. Los dos sabíamos lo que iba a pasar, por lo que no perdimos demasiado tiempo en preliminares.
Desnuda, sin el artificio de la ropa elegante que siempre vestía, su cuerpo aún me pareció más impresionante. ¡Dios!, ¿como podía aquel pedazo de mujer haberse fijado en una piltrafa como yo?. Ni física ni intelectualmente me encontraba a su altura. Por unos segundos me pregunté cuantos hombres habrían disfrutado antes que yo de aquella visión y noté como los casi siempre irracionales celos –en particular focalizados hacia aquel gilipollas llamado Borja- me atacaban. Pero rápidamente me concentré en apartar de mi cerebro aquellos pensamientos, fruto de mi acostumbrada inseguridad, que no tenían ningún derecho a enturbiar esos memorables instantes.
Estirados sobre la cama, nos abrazamos y entrelazamos nuestras lenguas mientras mis dedos acariciaban su sexo y, juguetones, se deslizaban abriéndose paso hacia el interior de Hanna. Sin detener mis caricias, lamí sus pezones hasta que intensificó sus jadeos y gemidos y su cuerpo comenzó a temblar ligeramente. Entonces volví a besar su boca, notando como su mano se cerraba con fuerza en torno a mi pene en erección, apretándolo a la vez que su cuerpo comenzaba a agitarse en pequeñas convulsiones. Después de correrse, se separó de mi.
- Un momento –me dijo con cara de circunstancias.
Vaya hombre. Aquello era como un desagradable intermedio publicitario justo en medio de la mejor escena de La noche del cazador. El puto condón. Hanna no se había acordado –bueno, ni ella ni yo, la verdad- de preparar uno. Por unos instantes se produjo algo parecido al tiempo muerto en un partido de baloncesto. Ella, sentada al borde de la cama, riendo, pidiéndome disculpas y rebuscando en su bolso, suplicándome divertida que aguantase. Y yo allí, tumbado boca arriba, con la polla tiesa, esperando el inicio de la segunda parte de aquel particular encuentro deportivo. Cuando encontró el preservativo, masajeó aquel trozo de carne que amenazaba con perder la gallardía de un momento a otro y lo enfundó en el látex. Entonces, recuperado satisfactoriamente el nivel adecuado de excitación, se sentó sobre mi para que la penetrase y arqueó su cuerpo ofreciéndome sus impresionantes pechos, que yo acaricié con lujuria mientras ella movía su pelvis arriba y abajo. Así estuvimos hasta que alcancé el orgasmo más intenso que he tenido en la vida.
El resto de la tarde –dado que no tuve fuerzas para repetir, soy así de patético- lo dedicamos a pasar un buen rato el uno junto al otro, abrazados en silencio, escuchando inmóviles nuestra respiración y con cierto miedo a pronunciar cualquier palabra que pudiese romper el encanto de la ocasión. Pero, como dice la canción, nada es para siempre. Con el atardecer llegó la despedida. Y con su marcha, aunque parezca cursi, una parte de mi murió. Huelga decir que la semana siguiente fue un infierno.
El último año le había estado dando vueltas a una idea, aunque me había faltado valentía para hacerla efectiva. Ya estaba harto de tratar como seres superiores a una caterva de individuos que, en más ocasiones que las que serían de desear, no merecían ni que se les diesen los buenos días, gente maleducada y prepotente que, acostumbrada a ser el blanco de todo tipo de quejas en sus respectivos trabajos, tenían asumida la máxima de “quien paga manda” y, dado que –aún no siendo cierto en todos los casos- eran gente que pagaba una cuota mensual como abonados a las instalaciones deportivas, se creían legitimados para descargar sobre mi o mis compañeros sus frustraciones. La culpa de ello, en parte, la teníamos nosotros mismos. La mayoría habíamos comenzado a trabajar en SeE muy jovencitos, con poquísima o nula experiencia laboral, y a las órdenes o al servicio de personas que generalmente nos rebasaban en edad.
Pero había pasado el tiempo, joder, y algunos ya peinábamos canas. Sin embargo, en todos esos años no habíamos podido desprendernos del hábito de una especia de sentido de la servidumbre que anidaba en nuestro subconsciente –fomentado por la gerencia del centro deportivo-, disfrazado de un desmedido interés por ofrecer al cliente un servicio y un trato exquisitos. Cuantas veces habíamos llamado por teléfono a un abonado moroso y una eficiente secretaria nos había despachado con un “en este momento está ocupado y no le puede atender. Llame un poco más tarde por favor”. Una vez podía ser comprensible, pero dos o tres ya era demasiado. Nosotros, como si nos tuviésemos que disculpar, respondíamos con frases parecidas a “oh, lo siento, ya llamaré en otro momento”, quedándonos con las ganas de soltar un “¡qué coño!, yo también estoy ocupado y si le llamo será por algo. Que se ponga o ya llamará él mismo cuando le cancele la tarjeta de acceso”.
En fin, que estaba muy quemado. Por eso, cuando tres semanas después de aquella inolvidable tarde dominical con Hanna, ésta me telefoneó contándome que no podía dejar de pensar en mi, y proponiéndome que me fuese a vivir con ella a Colonia, no necesité reflexionar demasiado. Al contrario, vi las puertas del cielo abrirse ante mi. Esa misma noche lo hablé con mi madre. Aunque, evidentemente, no le hizo mucha gracia, me apoyó en la decisión que había tomado. No volví a la oficina. Tardé diez días en arreglarlo todo y marcharme a Colonia con Hanna. Quizás todo fue demasiado precipitado, pero lo cierto es que echo ahora la vista atrás y no me arrepiento en absoluto del giro que le di a mi vida.
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