Seis
Octubre 1997
La firma para la que yo trabajaba era, básicamente, un grupo empresarial que controlaba la gestión, tanto en su país de origen como en algunos del resto de Europa, de diferentes instalaciones deportivas y asociaciones culturales.
No obstante, al contrario de lo que acostumbraba a ocurrir en la totalidad de las franquicias que dotan a cada punto de negocio de una estética uniforme, razón por la cual no existe la más mínima diferencia entre un Pizza Hut de Seattle y otro de Berlín, la dirección de SeE había optado por todo lo contrario. En ninguno de los centros que controlaban, ya fuese por completo o participando en un porcentaje –nunca inferior al cincuenta y uno por ciento-, aparecía ni su nombre ni su logotipo, nada que pudiese indicar que aquel gimnasio, cancha de squash o piscina era de su propiedad. Y el centro en el que yo estaba no era ni mucho menos una excepción. Las instalaciones, en las que desempeñaba labores administrativas, estaban ubicadas en las estribaciones del barrio de Sarriá en Barcelona, a los pies de la sierra de Collserola. El local, además de las oficinas, contaba con piscina, pabellón polideportivo cubierto y dos pistas de tenis. Conmigo, además del gerente,el relaciones públicas y el jefe de mantenimiento, trabajaban dos administrativos más. Entre todos dábamos servicio a unas siete mil personas entre socios y familiares adheridos. Por otro lado, nuestro centro era una especie de delegación de la compañía en España, por lo que ejercíamos de apoyo administrativo a cuatro pequeñas instalaciones en Reus, Mislata, Majadahonda y Torrejón de Ardoz.
Llevaba casi doce años allí, haciendo de casi todo, cuando el Director General nos comunicó que iban a someternos a una auditoría, la primera en todo ese tiempo. Se trataba –según nos aseguró- de una actuación rutinaria y sin un motivo específico. Así fue como, tan solo un par de semanas después de avisarnos, con inusitada y pasmosa celeridad, una de esas mañanas de otoño en las que el cielo es increíblemente azul, el sol brilla, pero hace un frío que pela, se presentaron en nuestras oficinas un tal Borja nosequé y Hanna Kleiner, empleados ambos de Blakemore & Lindemann Auditores. La pareja se reunió con el gerente sin reparar en las furtivas miradas –supongo que, dada la naturaleza de su trabajo, estaban más que acostumbrados- que el resto de empleados les dedicamos. Yo mismo no tuve más ojos en toda la mañana que para nada o nadie que no fuese aquel cuerpo. La joven vestía un ajustado y elegante traje chaqueta oscuro que, a mi parecer, le caía estupendamente bien, realzando sus nalgas redondas y respingonas, sus kilométricas piernas de muslos –en apariencia- turgentes y sus grandes pero proporcionados pechos. Llevaba su larga cabellera pelirroja recogida en un sencillo moño, y tenía cierta retirada al personaje de la agente Scully, de la serie de televisión X-Files, aunque Hanna casi doblaba en altura a la actriz Gillian Anderson y, además, era mulata. En realidad, el físico de la que hoy es mi mujer, tenía más relación con el que actualmente podemos admirar de la cantante y actriz Beyoncé Knowles. En definitiva, que la joven auditora era un monumento.
Transcurridas dos semanas del total de cuatro previstas para la conclusión de la auditoría, Hanna y yo hacía días que compartíamos el tiempo de la comida en la cantina de las instalaciones. En ese espacio de tiempo fuimos intimando y, poco a poco, perdimos el miedo a confiarnos nuestros secretos y contarnos nuestras más íntimas inquietudes sin rubor. Me enteré de que la firma para la que trabajaba tenía delegaciones en Madrid, Hamburgo y Londres, y que ella –y el resto de sus compañeros- debía repartir su tiempo viajando a todos los países en que existían empresas propiedad de sus clientes. Ella supo que yo no me sentía a gusto en la empresa después de todos esos años siguiendo la misma rutina, y yo averigüé que le encantaban las gambas a la plancha, algo a todas luces más prosaico que mis lamentos, y que últimamente le daba por envidiar a las mujeres que trabajaban en casa, al cuidado de una familia, en lugar de viviendo en hoteles y cogiendo aviones como quien coge el taxi. Así fue como, mediodía a mediodía, descubrí que –además de su imponente físico, obviamente-, de ella me atraían otros valores, por decirlo de alguna manera, menos efímeros y temporales.
Un detalle que recuerdo, por lo simpático de la situación que no por la relevancia del hecho –y de lo que aún hoy nos reímos al comentarlo-, es que era la única persona con la que había hablado que conocía el éxito de los años 70 Born to be alive, del semiolvidado Patrick Hernandez.
El viernes que finalizó su labor, junto al ineludible Borja nosecuantos –del que sigo sin recordar el apellido aunque, por descontado, ya he superado los celos que me provocaba que pasase con Hanna más tiempo que yo, los dos se despidieron del gerente, no sin informarle antes del resultado satisfactorio de la auditoría. Estuve observando desde mi escritorio como se daban la mano mutuamente e intercambiaban sonrisas, hasta que abandonaron el despacho de mi jefe. Decidí que era entonces o nunca y le eché un par de huevos. Respiré hondo, me levanté y salí de las oficinas. Les pillé al final del corredor, a punto de coger el ascensor. Cuando me vio, Hanna se dirigió a su compañero.
- Baja tú –le dijo-, ahora mismo voy.
Borja me dedicó una mirada llena de autosuficiencia y desdén.
- Bien –contestó sin dejar de observarme-, pero date prisa.
Inmóvil, a un metro escaso de ella, esperé a que las puertas del ascensor se cerrasen tragándose a aquel pazguato. Hecho esto, lejos de la compañía de incómodos testigos, acerté a preguntarle a Hanna sin grandes esperanzas si le gustaría cenar conmigo esa noche. Para mi sorpresa, no dudó en contestar que sí mientras extraía de su bolso una tarjeta de su hotel para dármela. Quedamos en que la recogería a las nueve de la noche y nos despedimos. Lo cierto es que no recuerdo nada de lo que hice a partir de ese instante y hasta que llegó la hora de reunirnos.
A las nueve en punto la encontré en el vestíbulo de su hotel. La invité a cenar en restaurante de comida libanesa de la calle Santaló y luego fuimos a un bar brasileño, del que salimos una hora y media más tarde, con dos caipirinhas en el cuerpo. A las tres de la madrugada me despedí de ella a la puerta de su hotel. Me dijo que estaba agotada y necesitaba descansar. No fue el final de noche que yo había imaginado –qué digo imaginado, idealizado-, pero después de pasar con ella unas horas inolvidables durante las que no me cansé de admirarla, conseguí de Hanna el compromiso de una nueva cita para el domingo al mediodía.
perdone que no esté siguiendo su relato, pero como habrá observado ando muy escasita de tiempo...ya vendrán otros más tranquilos.
ResponderEliminarNada nada mujer, no se azore... ¡no lo está siguiendo nadie!
ResponderEliminarCagüendiez, es que en este país no se lee.