viernes, 25 de marzo de 2011

Richardus OCHO (III)

Jörg le dedica a Kayleigh una mirada cargada de ternura y suspira profundamente. Adivinando por donde discurren sus pensamientos, me siento consternado por la imagen que se ha formado en mi cerebro, la de una jovencita con bata blanca y cara de pertenecer a otro mundo, rodeada por un decorado semejante a la sala de la televisión del manicomio de “Alguien voló sobre el nido del cuco”.
- No sé como puedes continuar cada día yendo a trabajar a un sitio tan deprimente. Claro que aún entiendo menos como pueden existir padres que destrocen de tal manera a sus hijos, no ya físicamente sino corrompiendo su delicado cerebro de un modo tan cruel.
- Yo tampoco, pero es que después de tantos años ya he dejado de buscar explicaciones. Cada vez que asisto a casos de este tipo, y créeme, hay muchos más de los que imaginas, intento afrontarlos desde cierta distancia, evitando que me afecten más de lo necesario. Parece inhumano, pero si no lo hiciese me volvería loco. Además, piensa que trabajo con adolescentes y con cada nuevo caso me ataca el temor de que, un buen día, por culpa de factores que aún desconocemos, sea la mente de mi Kayleigh la que pueda perder el rumbo correcto. Así que, pasado un primer momento de angustia, me sobrepongo y vuelvo a conectar el chip del perfecto profesional impermeabilizado.
- Te acostumbras a vivir con ello, ¿no?
- No, no es eso. En realidad nunca te acostumbras, pero con el tiempo aprendes a sobrellevarlo como en una especie de vida paralela.
- Vamos, que te conviertes en un poco psicópata –le digo sonriendo, intentando quitarle hierro a una conversación que está adquiriendo tintes algo obscuros.
- Tú te reirás –me dice Jörg, esbozando su primera sonrisa en minutos-, pero a veces pienso que es así. Sin embargo, no creas, en el centro también tenemos muchos momentos alegres.
Asiento y, sin ser consciente, miro a Angus comenzando a sentirme aterrado por ese clic del que hablaba Jörg. Justo en ese momento, él y Kayleigh echan a correr hacia nosotros para comunicarnos a gritos que están hambrientos.

Sacamos los alimentos de las mochilas y preparamos el almuerzo. Los cuatro comemos vorazmente repartiéndonos unos sandwiches vegetales, una enorme bolsa de patatas fritas con gusto a cebolla y algunas piezas de fruta. Al terminar, Jörg y yo nos tumbamos sin hablar, dejándonos llevar por el sonido del viento que agita las copas de los árboles y por el griterío amortiguado por la distancia de los chiquillos que, como nuestros hijos, parecen disponer de más energía que la de aquellos conejos del anuncio, y que no paran de correr arriba y abajo.
- Si me quedo dormido no me dejéis aquí –me dice Jörg con los ojos cerrados.
- Pierde cuidado –le respondo mientras veo como nuestros hijos han entablado amistad con tres muchachos. Uno de ellos guarda celosamente en una mochila cubierta de adhesivos de las Tortugas Ninja un velero de color amarillo. Por lo que puedo interpretar, Angus no para de lanzarle indirectas al chaval por lo que éste, supongo que por mero agotamiento, accede a dejárselo. Mientras mi hijo pone el broche de oro a un sábado perfecto en el parque bajo la atenta mirada del amo del barco, yo echo a volar mi imaginación y me pongo a pensar en los Reyes Magos y sus osamentas.

Un par de horas más tarde, Jörg, despertando de su siesta, decide que nuestra estancia en el Jahnwiese debe tocar a su fin.
- Venga –me dice-, que ya estoy harto del parque.
- Pero, ¿como puedes ser tan cínico? No te has enterado de nada –le digo-, si hasta has roncado.
- No es cierto.
- Sí lo es –le replico-. Pregunta a aquellas madres de allí, que han estado cuchicheando mientras te señalaban y se reían.
- Sería por otra cosa.
- Sí, quizás te criticaban por haberme dejado solo al cuidado de los niños.
Jörg comenzó a reírse con ganas.
- Cualquiera que te oiga pensará que somos un matrimonio.
- ¿Y eso te molestaría? –le pregunto mientras le hago una señal a los niños para que comiencen a preparar la marcha.
- A mi no, pero no creo que Inge lo comprendiera. Así que no me tires los tejos.

Cuando Angus y Kayleigh se acercan, quejándose porque les hemos obligado a poner fin a sus juegos, Jörg nos invita a ir a su casa.
- Me parece que ayer mamá compró un bizcocho de chocolate –le dice a su hija-, y también hay helado. Además, así podréis seguir jugando juntos un rato más, ¿vale?
Yo acepto. La verdad es que tampoco creo que haya mucho más que hacer en el parque. Durante el camino de regreso reanudo el tema de mi novela y Jörg y yo discutimos amigablemente sobre la profesión que debo asignarle a cada personaje. Al final no sacamos nada en claro, pero me doy cuenta de que por unas largas horas esa salida ha conseguido abstraerme del recuerdo de mi padre y de sus puñeteras postales del Tokaido.


Ya en casa de mi amigo, éste cumple con lo prometido y sirve bizcocho y helado para todos. Pero los niños se cansan pronto y prefieren ir a jugar a la habitación de Kyleigh. Yo acabo mi porción y la de Angus. Luego Jörg pone un vinilo de Iron Maiden en su tocadiscos, un antiguo Yamaha, y me anuncia qu se va a dar una ducha.
- No te importa, ¿verdad?
- No digas chorradas, estás en tu casa –le respondo-. Mientras tanto leeré algo.
- Coge lo que quieras, y si te molesta la música la quitas.

Cuando Jörg entra en el baño, con Angus y Kayleigh escondidos bajo la cama, jugando a vete a saber qué, me doy cuenta de que estoy solo y, por primera vez en todo el día, echo de menos a Hanna sintiéndome culpable, no por añorarla sino por no haberme acordado de ella hasta ese momento.
La música que escucha Jörg –y que se empeña en ponerme a la mínima oportunidad con la secreta intención de lavarme el cerebro, cosa del afán evangelizador de los amantes del heavy metal- no me atrae en absoluto. Otra cosa, sin embargo, son sus gustos literarios. Siempre me ha encandilado su colección de libros dedicado a la fotografía erótica, una gran cantidad de obras de Eric Kroll, Jan Saudek, Richard Kern o Elmer Bates, entre otros, que atesora en lo alto de su librería. Cuando recalo en su casa siempre echo una mirada a los estantes para averiguar si ha adquirido algún nuevo ejemplar desde mi anterior visita. Hay de todo: fetichismo, bondage, sadomasoquismo..., Jörg acostumbra a repetirme que su cerebro está en algunos aspectos mucho más enfermo que los de la mayoría de los muchachos a los que educa. Y lo malo es que lleva diciéndomelo tantos años que ya comienzo a creer que es cierto. Abstraído como estoy repasando los títulos de las cubiertas, no reparo en que mi amigo ha entrado en la sala enfundado en una toalla con ilustraciones de los Teletubbies.
- ¿Has visto ese de las monjas? –me pregunta guiñándome un ojo.
Disimulando mi sobresalto, detengo los ojos ante el lomo de un grueso volumen titulado “Convento”.
- Llévatelo –me dice sonriendo con malicia, mostrándome una hilera de dientes blancos como los de un tiburón, señal inequívoca de que nada bueno está pasando por su cabeza-. Te haces unas pajillas y, cuando te lo hayas leído todo, me lo devuelves.
Yo le dedico mi mejor cara de indiferencia y hago como que no me interesa su ofrecimiento. Sin embargo, cojo el libro.
- Dame una bolsa –le pido-, que tampoco es cuestión de que me miren por la calle.

Poco después, llamo a Angus y no tardamos en despedirnos de Jörg y Kayleigh. Luego, de regreso a casa, nos detenemos ante un semáforo y me sorprendo hojeando furtivamente el libro sin extraerlo de la bolsa, notando como se me pone dura cuando veo lo que unas novicias de piel lechosa son capaces de hacer con un cirio Pascual.
- ¡Papi! –me grita Angus-, ¡que se ha puesto verde!

1 comentario:

  1. Vamos, que te conviertes en un poco psicópata –le digo sonriendo, intentando quitarle hierro a una conversación que está adquiriendo tintes algo obscuros.

    En efecto, la peña se nos arremolina a rededor nuestro con frecuentes ataques psicopaticos, cada vez con mayor frecuencia, veremos como en un futuro cercano, se agrava el tema.

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