martes, 22 de marzo de 2011

Richardus OCHO (II)

- Total –prosigo como si no le hubiese escuchado, ya que sé que todas esas teorías no hacen otra cosa que confirmarle a Jörg lo que hace años que él mismo opina-, que si a todo ello le añadimos que en el siglo VI se descubren los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar escritos sobre las cabezas de tres personajes vestido con atuendos pretendidamente persas que aparecen en un friso de la iglesia de San Apolinar Nuovo, en Rávena, el resultado es que la leyenda acaba adoptando con carácter oficial y definitivo la forma en la que ha pervivido hasta nuestros días. A poco que se recapacite, sin embargo, se ve que la historia, tal como nos la han vendido, se sostiene más bien poco. De hecho, la mismísima Biblia cuenta que cuando los sabios llegaron a Jerusalén, se organizó un gran alboroto entre la población. Es difícil de creer que tres solitarios individuos pudiesen provocar algarabías en una ciudad tan cosmopolita como Jerusalén, por muchos ropajes lujosos que éstos pudiesen vestir.
- Muy bien, ya veo que has leído sobre el tema. Pero todo esto, ¿como lo relacionarás con nuestra ciudad?
Jörg me estaba poniendo a prueba, ya que, como buen habitante de Colonia o incluso foráneo con cierta cultura, sabía perfectamente la respuesta a su pregunta.
- A través de Santa Helena, la madre de Konstantinos El Grande. La mujer tenía mucho tiempo libre, y unas ganas irrefrenables de ocuparlo con la mayor de sus aficiones, la Arqueología. Así que, encontrándose en Persia a principios del siglo IV, y para no aburrirse como una ostra, decide organizar varias excavaciones. En una de éstas, da con unos huesos que identifica –y ya me dirás qué narices sabe ella- como los restos de los tres Reyes Magos. Y, claro está, ¿quien hubiese osado contradecir a la madre de Konstantinos?
- Solo un loco.
- Ahí está. Y como, al parecer, no había nadie por allí lo suficientemente ido para llamarla mentirosa, automáticamente se le otorga al descubrimiento la categoría de gran hallazgo de la humanidad, ordenándose el traslado de las supuestas reliquias a Constantinopla. Corría el siglo V cuando éstas se envían a Milán, en donde permanecerán siglos y siglos, hasta que en 1164, las tropas del Emperador Federico I Barbarroja saquean la ciudad italiana bajo el mando del implacable canciller Reinald Von Dassel, a la sazón –y aquí tenemos el nexo que me pedías-, Arzobispo de Colonia. El tal Von Dassel se apodera de las reliquias y las trae hasta aquí, convirtiendo a la ciudad en un nuevo centro de peregrinación del cristianismo basado en el más que dudoso origen de unos huesecillos que incluso cabe la posibilidad de que ni tan solo sean humanos.


Jörg se persigna histrionicamente y junta sus manos levantando los ojos al cielo como si rezase por mi alma.
- Arderás en el fuego eterno, ¿lo sabes?, o peor, no venderás ni un solo ejemplar de esa novela. Pero, no te detengas –me pide burlón-, sigue con tu majadería.

Mientras paseamos tras nuestros hijos, que corretean pasándose la pelota de Angus y deteniéndose de vez en cuando para acariciar a algún perro, continúo con mis explicaciones.
- Pues, en realidad, poco queda por contar. Se le encargó a un reputado orfebre llamado Nicolás De Verdún labrar un sarcófago con adornos de plata y piedras preciosas, tarea que le ocupará todo un año de trabajo y dará como resultado un arcón de más de trescientos kilos, decorado con tallas de los profetas, los apóstoles, la Virgen María y, ¿como no?, los tres Reyes Magos. En 1248 se comenzará la construcción de la Catedral de Colonia, destinada a cobijar a tan importantes restos y ahora, siglos más tarde, el protagonista de mi novela pondrá en duda la autenticidad de éstos.
- Muy bien –me aplaude Jörg-, veo que has hecho los deberes.
- Gracias. Lo que no entiendo es que, siendo su figura tan relevante para vuestra ciudad, les deis tan poca importancia en otros aspectos.
- ¿La de los Reyes Magos?
- Exacto. En España les dedicamos una festividad con mucha tradición, un día en el que nos hacemos regalos en su nombre, conmemorando lo que ellos hicieron a Jesús.
- Bueno, en eso de las tradiciones cada país tiene las suyas. Aquí tenemos la de los Sternsinger, ¿la conoces?
- Vagamente, ¿no es esa costumbre que tienen algunos niños de disfrazarse de Reyes Magos y pedir limosnas por el barrio a cambio de canciones?
- Sí, esa es. ¿Sabes cual es su origen?
- Ni idea, ¿crees que puede importar para el desarrollo de mi novela?
- En absoluto, la verdad es que muy pocos niños siguen esa tradición actualmente. Lo que pasa es que, de pequeño, mi padre me obligó a hacerlo en alguna ocasión y aún no se me ha pasado la vergüenza.
- Quizás la tradición recuerda el enorme gasto público al que debió hacer la ciudadanía de Colonia para sufragar la construcción del sarcófago y, posteriormente, la Catedral.
- Pues mira –me dice Jörg-, no se si es cierto, la verdad es que no lo había pensado nunca, pero es bastante verosímil, ¿no crees?
Como única respuesta, le guiño un ojo.
- Una cosa sí que te aseguro –añade-, como habitante de la ciudad puedo afirmar que crean o no en la autenticidad de los restos, el noventa por ciento de mis conciudadanos no dudarán ante cualquier extranjero que Gaspar, Melchor y Baltasar descansan entre los muros del Dom.
- Amén –respondo, y le indico a mi amigo que los niños se han acercado al estanque.

Nos sentamos sobre la hierba y observamos como Angus y Kayleigh siguen jugando con la pelota, mientras echan furtivas miradas cargadas de envidia a los veleros guiados por radiocontrol que surcan las aguas del lago.

- ¿Y tú qué? –le pregunto, un poco cansado de hablar durante tanto rato-, ¿como te va últimamente en el centro de educación especial?
- Como siempre, de locura –y me sonríe satisfecho por el chiste que acaba de hacer, antes de proseguir con una de esas terribles historias que me repugnan y fascinan por igual.
- Ayer, por ejemplo, ingresó una pobre desgraciada. Agnette se llama. Resulta que su padre, viudo, ha estado abusando de ella desde la misma noche en la que falleció su madre, cuando la niña contaba con quince años.
El tipejo, un conductor de autobús, acostumbraba a tomarse unas copas con los amigos después de su jornada, por lo que en muchas ocasiones llegaba a casa borracho y sin más ánimo que el de irse a dormir. Eso le ha ahorrado a Agnette un buen número de violaciones. No obstante, en cuanto tenía necesidad y el alcohol no había hecho demasiada mella en ese hijo de puta, al llegar a casa sacaba a su hija de la cama y la arrastraba hasta su alcoba. Allí, según la declaración de Agnette, le decía “cómemela”. Y mientras ella le obedecía con lágrimas en los ojos, la acusaba de ser una furcia y de compararla con la que según él era “la zorra de tu madre”. Luego, después de correrse, la llamaba puerca o cualquier improperio por el estilo, antes de echarla a patadas de la habitación, amenazando con matarla si se le ocurría contárselo a alguien.
En resumen. Que si “cómemela”, que si “eres una perra”, bla, bla, noche sí y noche también. Y así semana a semana, durante dos años y medio. Hasta hace veinte días, un jueves en el que el cerebro de la pobrecilla hizo ese temido clic al que por desgracia estamos todos expuestos. Esa noche, el cerdo le ordenó una vez más que se la comiera. Y Agnette le obedeció, literalmente.
Cómo consiguió escapar de él y encerrarse en el cuarto de baño, ni ella misma lo sabe. No recuerda nada a partir de ese momento y hasta que llegó la Policía. Fueron los gritos de ese asqueroso los que alertaron a una vecina que telefoneó al 110. Cuando lograron entrar en la casa, los agentes derribaron la puerta del baño y encontraron a la joven acurrucada en el suelo, con los ojos llenos de lágrimas y la boca y las mejillas tiznadas de sangre seca, la misma que manchaba su mentón, su pecho y el suelo de todo el pasillo, desde el dormitorio de su padre hasta el comedor, en donde el hombre había intentado en vano llegar hasta el teléfono.

El cadáver del hijo de perra estaba desnudo de cintura para abajo y aún conservaba las manos apretadas contra la entrepierna en un fútil intento de atajar la hemorragia que, sin remedio, había acabado por causarle la muerte. Agnette fue detenida de inmediato, acusada de homicidio. Pero los especialistas que la examinaron poco después, a los que explicó lo ocurrido, no dudaron en dictaminar que no estaba en sus cabales. Por lo que, dejando a un lado las consideraciones sobre una posible defensa propia, el juez de guardia ordenó su internamiento en una institución de terapia especial.
- Y así es como ayer entró en tu unidad –acierto a decir, conmovido por la descarnada historia.
- Así es.
- Pobre chica –digo, aún estupefacto-, ¿crees que se repondrá?
- Pues no sé pero, de existir un tratamiento adecuado para ella, de lo que estoy seguro es que será largo.
- Y ella, ¿se siente culpable o tiene remordimientos por lo ocurrido?
- Que va, nada de eso. Todo lo contrario. En la entrevista con los psiquiatras que la atendieron dijo que su padre era un cerdo –opinión que, por supuesto, comparto-, y que en absoluto se arrepentía de lo que le había hecho. Lo malo es que, en su mente torturada, algo se ha partido en dos. ¿Sabes cuales fueron las primeras palabras que le dedicó a uno de nuestros celadores mientras formalizábamos su alta?
- No, pero temo la respuesta.
- Haces bien. Le miró con ojos inexpresivos y le preguntó “¿quieres que te la coma?”
- ¡Joder!
- Eso mismo exclamé yo cuando se lo oí decir.

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