Nueve
Agosto de 1981 El verano tocaba a su fin y, con él, en gran parte, finalizaba también la ola de calor que había estado azotando sin piedad a la ciudad de El Cairo, provocando los sangrientos disturbios que habían enfrentado a la población copta con los fundamentalistas islámicos. Para estos últimos, la reciente concesión del Nobel de la Paz a Anwar El Sadat ex aequo con su homólogo israelí, Menaghem Begin, era la peor de las afrentas. El tratado de no agresión firmado entre ambas naciones dejaba, siempre desde su punto de vista, las manos libres al estado hebreo para seguir sometiendo al pueblo palestino, consciente de que ya ningún país árabe era suficientemente fuerte como para plantarles cara. De esa manera, el creciente sentimiento de odio que albergaban los integristas, alimentado por el sofocante calor de los últimos días, se vio canalizado y proyectado con virulencia contra sus conciudadanos coptos, desembocando en una tensión que dio como fruto la muerte de numerosos hombres, mujeres y niños de ambos bandos confesionales mientras sus respectivos líderes religiosos se echaban las culpas mutuamente. Para empeorar la situación, aunque para ser honestos hay que admitir que pocas salidas le restaban, Sadat ordenó encarcelar a los dirigentes de los diferentes grupos islámicos mayoritarios y desterró al Papa Shenuda III a un monasterio alejado de la capital. Esa mañana, el calor había remitido. Aún así, el sol se mostraba implacable y los ánimos de la enardecida población continuaban exaltados. Richardus podía casi palpar el rencor y la desconfianza en cada una de las miradas que, con poco o ningún disimulo, le dirigían anónimos individuos que se detenían a su paso para provocarle. Minuto después de abandonar el Hotel Nasser, un antro lleno de cucarachas, enfilaba la calle Al-Geish, próxima al Museo Islámico de El Cairo, y se detenía ante un pequeño edificio de dos plantas. Una rápida y experta ojeada a derecha e izquierda le reveló la presencia de al menos cinco guardias apostados a lo largo de la calle. Seguramente habría más en el interior, pero eso no debía apartarle de su objetivo, que no era otro que cumplir la misión que se le había encomendado. Cuando llegó al primer piso, llamó a la única puerta que había en el rellano de la escalera. Su oído entrenado le permitió advertir la presencia de los hombres en el piso de arriba. La puerta se abrió. Le recibió un anciano desdentado, con cara de comadreja, que escondía una granada de mano en su puño oculto bajo la chilaba.
- Soy Richardus –le dijo al viejo. El hombre se hizo a un lado y, con un ademán enérgico, le conminó a pasar. Si experimentó algún tipo de emoción al hacerlo, lo disimuló muy bien.
- Pasa, estoy aquí. Quien le habló era un joven que bordeaba la treintena. Se encontraba sentado sobre unos enormes cojines forrados en terciopelo estampado con motivos florales, ante una mesita de cáñamo trenzado sobre la que había dispuesta una bandeja rebosante de dulces de miel, hojaldre y dátiles. Su nombre era Khaled.
- Saalam aleikum, Khaled –dijo Richardus.
- Oh, vamos, deja eso –le reprochó el joven-, ambos sabemos que no crees ni en mi Dios ni en el tuyo. Richardus, aparentando gozar de una gran serenidad, tomó asiento al otro lado de la mesita, gesto que convirtió a los dos interlocutores en una especie de jugadores de ajedrez. Eso sí, ante un tablero de repostería nada ortodoxo.
- Así pues –Khaled inició la conversación mientras se metía en la boca un grueso pastelillo-, resulta que el Tío Sam quiere ayudarnos en nuestra cruzada, ¿me equivoco? La pregunta, no exenta de sarcasmo y llena de incredulidad, arrancó una carcajada del viejo que poco antes había abierto la puerta a Richardus y que ahora escuchaba desde algún lugar indeterminado del apartamento, preparado para hacerlo saltar por los aires con todos sus ocupantes dentro –él incluído- a la mínima señal de su jefe.
- Por lo que a mi respecta –aseguró Richardus-, no creo que el Tío Sam sea consciente de esta entrevista.
- ¿Y pues? - Digamos que existen unas personas que consideran que el comportamiento de ciertos políticos puede calificarse de poco apropiado, un poco contra natura podríamos decir.
- ¿Por ejemplo?
- Por ejemplo el acercamiento de Sadat a vuestros vecinos del norte.
- Ya, y esas personas ¿quienes son? –preguntó Khaled, levantándose súbitamente y elevando el tono de voz.
El anciano con cara de comadreja apareció de pronto en medio del pasillo que desembocaba en el comedor. El joven, sin mirarle, le hizo una señal apaciguadora. - ¿La CIA, la NASA, ...la TEXACO?
- En realidad –aclaró Richardus-, todos ellos y ninguno en particular. Mira, yo solo soy un emisario. No les conozco. Hago lo que me ordenan y luego percibo mis honorarios. Sin embargo, puedo decirte sin violar juramento alguno que se trata de un reducido pero muy influyente grupo de individuos que, desde finales de la primera Guerra Mundial, se dedican a, digamos, subsanar las carencias que creen advertir en las diferentes sociedades en las que tienen intereses. Pero todo esto Khaled es del todo irrelevante, lo que importa es que los dos sabemos que la Jihad no se encuentra en estos momentos en disposición de rechazar una oferta de esta índole. Khaled, algo más calmado, se sentó de nuevo y echó mano de otro pastelillo.
- Puedo ofrecerte un té con hierbabuena, o con leche y canela. También tengo Pepsi.
- No hace falta, gracias. Richardus se resistía como un jabato a la tentación de probar uno de aquellos deliciosos pasteles. Pero, antes de subir al apartamento, ya había decidido que dedicaría su tiempo a entrar, hacer su trabajo y marcharse sin confraternizar con su interlocutor ni establecer lazo alguno de complicidad. Aceptar bebida o alimentos de manos de Khaled le hubiese otorgado al encuentro un grado de familiaridad que perjudicaría los objetivos que se había trazado.
- El plan es el siguiente –dijo Khaled-. El próximo Octubre, cuando Sadat y su gobierno presencien el desfile de conmemoración de las gloriosas muertes de nuestros hermanos en la guerra del Yom Kipur, un grupo de hombres leales a mi, infiltrados entre las tropas participantes en el evento, atacará la tribuna de personalidades eliminando a Sadat, Mubarak y a cuantos estén a su alrededor. ¿Qué te parece? Richardus respiró hondo, sabedor de que la percepción que tuviese Khaled de las palabras que estaba a punto de pronunciar decidiría si su vida era merecedora de continuar más allá de ese momento.
- Me parece una estupidez. No haréis eso de ninguna manera. Khaled se le quedó mirando, pensativo, como si su cerebro estuviese intentando dilucidar si realmente había escuchado aquella respuesta o había sido una ilusión. Pero Richardus no estaba dispuesto a dejarle demasiado tiempo para que pensase sobre el particular, algo que podía permitirle tomar una decisión que podía no ser muy recomendable para su salud.
- Lo inteligente –prosiguió- será acabar con Sadat, y con cualquiera de los miembros de su gabinete, pero dejando con vida a Hosni Mubarak. Repito, si queréis el apoyo económico que necesitáis, Mubarak debe salir con vida del atentado.
- No entiendo el porqué –replicó Khaled, visiblemente contrariado y furioso.
- De eso se trata. De hecho, esperamos que nadie lo entienda, al menos en un principio. No obstante, además del dinero y de las armas que mis jefes os harán llegar vía Damasco, desde sus áreas de influencia se hará lo posible por abonar la idea de que lo ocurrido ha sido a causa de un complot urdido por un resentido Mubarak. ¿Crees que eso arrojará luz al porqué al que ahora no encuentras respuesta? Mubarak, que en el fondo se alegrará de la muerte de Sadat, no podrá actuar como si así fuera para no dar pábulo a esos rumores.
Khaled continuó, tenso, con los ojos clavados en Richardus. Le temblaba el mentón, pero los deseos de descerrajarle un tiro comenzaban a remitir. No le caía simpático aquel hombre pero, a diferencia de unos segundos atrás, empezaba a comprender que era más beneficioso para la causa dejarle con vida. La idea que le había explicado era rebuscada, pero interesante.
- Soy Richardus –le dijo al viejo. El hombre se hizo a un lado y, con un ademán enérgico, le conminó a pasar. Si experimentó algún tipo de emoción al hacerlo, lo disimuló muy bien.
- Pasa, estoy aquí. Quien le habló era un joven que bordeaba la treintena. Se encontraba sentado sobre unos enormes cojines forrados en terciopelo estampado con motivos florales, ante una mesita de cáñamo trenzado sobre la que había dispuesta una bandeja rebosante de dulces de miel, hojaldre y dátiles. Su nombre era Khaled.
- Saalam aleikum, Khaled –dijo Richardus.
- Oh, vamos, deja eso –le reprochó el joven-, ambos sabemos que no crees ni en mi Dios ni en el tuyo. Richardus, aparentando gozar de una gran serenidad, tomó asiento al otro lado de la mesita, gesto que convirtió a los dos interlocutores en una especie de jugadores de ajedrez. Eso sí, ante un tablero de repostería nada ortodoxo.
- Así pues –Khaled inició la conversación mientras se metía en la boca un grueso pastelillo-, resulta que el Tío Sam quiere ayudarnos en nuestra cruzada, ¿me equivoco? La pregunta, no exenta de sarcasmo y llena de incredulidad, arrancó una carcajada del viejo que poco antes había abierto la puerta a Richardus y que ahora escuchaba desde algún lugar indeterminado del apartamento, preparado para hacerlo saltar por los aires con todos sus ocupantes dentro –él incluído- a la mínima señal de su jefe.
- Por lo que a mi respecta –aseguró Richardus-, no creo que el Tío Sam sea consciente de esta entrevista.
- ¿Y pues? - Digamos que existen unas personas que consideran que el comportamiento de ciertos políticos puede calificarse de poco apropiado, un poco contra natura podríamos decir.
- ¿Por ejemplo?
- Por ejemplo el acercamiento de Sadat a vuestros vecinos del norte.
- Ya, y esas personas ¿quienes son? –preguntó Khaled, levantándose súbitamente y elevando el tono de voz.
El anciano con cara de comadreja apareció de pronto en medio del pasillo que desembocaba en el comedor. El joven, sin mirarle, le hizo una señal apaciguadora. - ¿La CIA, la NASA, ...la TEXACO?
- En realidad –aclaró Richardus-, todos ellos y ninguno en particular. Mira, yo solo soy un emisario. No les conozco. Hago lo que me ordenan y luego percibo mis honorarios. Sin embargo, puedo decirte sin violar juramento alguno que se trata de un reducido pero muy influyente grupo de individuos que, desde finales de la primera Guerra Mundial, se dedican a, digamos, subsanar las carencias que creen advertir en las diferentes sociedades en las que tienen intereses. Pero todo esto Khaled es del todo irrelevante, lo que importa es que los dos sabemos que la Jihad no se encuentra en estos momentos en disposición de rechazar una oferta de esta índole. Khaled, algo más calmado, se sentó de nuevo y echó mano de otro pastelillo.
- Puedo ofrecerte un té con hierbabuena, o con leche y canela. También tengo Pepsi.
- No hace falta, gracias. Richardus se resistía como un jabato a la tentación de probar uno de aquellos deliciosos pasteles. Pero, antes de subir al apartamento, ya había decidido que dedicaría su tiempo a entrar, hacer su trabajo y marcharse sin confraternizar con su interlocutor ni establecer lazo alguno de complicidad. Aceptar bebida o alimentos de manos de Khaled le hubiese otorgado al encuentro un grado de familiaridad que perjudicaría los objetivos que se había trazado.
- El plan es el siguiente –dijo Khaled-. El próximo Octubre, cuando Sadat y su gobierno presencien el desfile de conmemoración de las gloriosas muertes de nuestros hermanos en la guerra del Yom Kipur, un grupo de hombres leales a mi, infiltrados entre las tropas participantes en el evento, atacará la tribuna de personalidades eliminando a Sadat, Mubarak y a cuantos estén a su alrededor. ¿Qué te parece? Richardus respiró hondo, sabedor de que la percepción que tuviese Khaled de las palabras que estaba a punto de pronunciar decidiría si su vida era merecedora de continuar más allá de ese momento.
- Me parece una estupidez. No haréis eso de ninguna manera. Khaled se le quedó mirando, pensativo, como si su cerebro estuviese intentando dilucidar si realmente había escuchado aquella respuesta o había sido una ilusión. Pero Richardus no estaba dispuesto a dejarle demasiado tiempo para que pensase sobre el particular, algo que podía permitirle tomar una decisión que podía no ser muy recomendable para su salud.
- Lo inteligente –prosiguió- será acabar con Sadat, y con cualquiera de los miembros de su gabinete, pero dejando con vida a Hosni Mubarak. Repito, si queréis el apoyo económico que necesitáis, Mubarak debe salir con vida del atentado.
- No entiendo el porqué –replicó Khaled, visiblemente contrariado y furioso.
- De eso se trata. De hecho, esperamos que nadie lo entienda, al menos en un principio. No obstante, además del dinero y de las armas que mis jefes os harán llegar vía Damasco, desde sus áreas de influencia se hará lo posible por abonar la idea de que lo ocurrido ha sido a causa de un complot urdido por un resentido Mubarak. ¿Crees que eso arrojará luz al porqué al que ahora no encuentras respuesta? Mubarak, que en el fondo se alegrará de la muerte de Sadat, no podrá actuar como si así fuera para no dar pábulo a esos rumores.
Khaled continuó, tenso, con los ojos clavados en Richardus. Le temblaba el mentón, pero los deseos de descerrajarle un tiro comenzaban a remitir. No le caía simpático aquel hombre pero, a diferencia de unos segundos atrás, empezaba a comprender que era más beneficioso para la causa dejarle con vida. La idea que le había explicado era rebuscada, pero interesante.
Estimado amigo:
ResponderEliminarSiempre me pareció el tema Mubarak un tanto predictivo.
Al final, como parte del otrora gobierno, acabaría siendo un mal rollo.
¿Usa usted la bola A567H o ha escogido una de nivel superior.?
Salu2
Einn?
ResponderEliminar...el Tío Sam quiere ayudarnos en nuestra cruzada, ¿me equivoco?...
ResponderEliminar...Lo inteligente –prosiguió- será acabar con Sadat, y con cualquiera de los miembros de su gabinete, pero dejando con vida a Hosni Mubarak. Repito, si queréis el apoyo económico que necesitáis, Mubarak debe salir con vida del atentado. - No entiendo el porqué –replicó Khaled, visiblemente contrariado y furioso...