martes, 1 de marzo de 2011

Richardus CINCO (I)

Cinco



Agosto 1956

A los catorce años, exactamente ocho meses atrás, Jorge había entrado a trabajar como aprendiz en un taller mecánico especializado en la reparación y el mantenimiento de camiones de transporte, principalmente marcas como Leyland o Pegaso. Al principio, su responsabilidad se limitaba a mantener limpio y ordenado el almacén de repuestos. Pero ahora, Jorge ya se ocupaba de cuidar de ciertas herramientas del taller. El joven Chertó no acostumbraba a relacionarse con los mecánicos de más edad, limitando su vida social en el taller al trato continuado con dos chavales que, al igual que él mismo, habían decidido aprender el oficio de trastear en los motores. Eran el Toni y el Jita. Este último, que en realidad se llamaba Oleguer, tenía la piel muy morena por lo que era común que los que le conocían únicamente por el mote lo relacionasen con una abreviación de la que, creían, era su raza. Sin embargo, el Jita tenía poco de gitano. Él y su familia eran de Suria, y tenían unas raíces más catalanas que el Ter. Solo él mismo, el Toni –que era a quien se le había ocurrido el apodo- y Jorge, sabían que en realidad era una abreviación de “orejita”, un irónico apodo que al Oleguer le iba de perlas. Y es que el muchacho tenía unas enormes y separadas orejas de soplillo que eran imposibles de disimular. De hecho, lo primero que se le ocurrió al Toni cuando le vio fue llamarle miquimaus, pero era un mote demasiado obvio. Así pues, cuando días más tarde apareció con el nuevo –y a su entender, más apropiado- sobrenombre, hasta el mismo Oleguer dio su beneplácito.

Pero Jorge, aún sin pertenecer naturalmente al círculo social de los mayores, a veces, cuando llevaba a cabo sus labores de reposición de piezas, era invitado por éstos a asistir a sus almuerzos, en los que oía como hablaban sin tapujos ni rubor de las mujeres –los chochitos, como en ocasiones las llamaban- y de las cosas que hacían con ellas. Y así fue como, entre la asistencia a estas conversaciones y gracias a algunas historias que su vecino Fructuoso le explicaba, Jorge comenzó a sentir una apremiante curiosidad por un tema que, conforme avanzaban los meses, le sumía en una acuciante impaciencia.


Aquella calurosa y húmeda mañana de sábado, el sol brillaba con ganas sobre Barcelona provocando que un buen número de los habitantes de la ciudad –todos aquellos que no poseían una residencia de veraneo, dinero para pagársela durante unos días o familia a la que visitar en algún pueblo- intensase desplazarse hasta las playas de la Mar Vella o la Barceloneta.
Jorge Chertó, sin embargo, prefería a sus casi quince años la compañía de Fructuoso, su Emilio Salgari particular, un vecino aventurero al que gustaba de escuchar con embeleso durante horas. Y Fructuoso, por su parte, estaba encantado con ello. El hombre no tenía empacho en aceptar que el despierto hijo de los Chertó le caía de fábula y que el discreto papel de Pigmalion que ponía en práctica con él le llenaba de orgullo.
- Un día de estos te voy a presentar a unas amigas –le había dicho el viernes, al despedirle después de una de sus acostumbradas charlas en la azotea-, pero que quede entre nosotros, ¿eh?. A tu madre ni mú.

Jorge había asentido, entre ilusionado y asustado, antes de regresar a la carrera a su casa, donde ya esperaban sus padres sentados a la mesa y preparados para cenar. Esa noche tardó en conciliar el sueño por culpa de las imágenes que se formaron en su cerebro, imágenes en las que anónimas amigas de Fructuoso sin un rostro definido, ponían en práctica con él algunas de las cosas que había oído explicar tantas veces a los mecánicos del taller.
Por eso, cuando amaneció y su madre le despertó preguntándole si quería ir a la playa con ella y su padre, a Jorge le pareció que la ocasión que se le estaba presentando no era cuestión de echarla a rodar.

-Pero, ¿por qué no quieres venir? –inquirió ella, poco sorprendida realmente por la tímida negativa de su hijo. Era consciente de que, a su edad, pocos eran ya los hijos que continuaban queriendo acompañar a sus padres a la playa o a dar un simple paseo.
- ¿Prefieres ir con el Toni o el Oleguer, no?
La madre de Jorge era la única persona que no llamaba Jita al Oleguer.
- No, no es eso –dijo Jorge-, lo cierto es que hoy no me apetece bañarme.
- Pero, ¿no ves que te aburrirás, aquí solo?
Jorge, luchando por mantener la compostura y evitar que se manifestase su ansiedad, se levantó y se frotó las legañas.
- No te preocupes, tengo cosas que hacer.
- Ya, ¿no será que quieres subir al terrado para que el vecino te llene la cabeza de historias raras? –preguntó su madre mientras le seguía hasta la cocina. Lo cierto es que a la señora Chertó no le caía nada bien Fructuoso. En realidad, no le conocía a fondo, pero no consideraba que ese hombre fuese una buena influencia para su hijo, a quien aún veía como un crío inocente e infantil.

En esas, Pedro Chertó apareció en la puerta de la cocina.
- Déjalo mujer. Si se quiere quedar, que se quede.
Jorge abrió la nevera y cogió la botella de leche. Luego se sirvió un buen tazón.
- No son historias raras –exclamó después de dar un trago corto-, son cosas de cuando estuvo en la guerra.
- En la guerra y en África –añadió su padre-. Me han dicho que es medio argelino, ¿no?
- De África o de la China, ¿qué más da? –observó airada su madre-, pero no me dirás que no son tonterías.

Jorge llevó su tazón hasta el comedor y se sentó a la mesa, fijando los ojos en los dibujos del hule que la protegía.
- A veces exagera un poco –dijo-, pero no son tonterías. Jorge decidió rebajar el tono de su voz y rehuir el enfrentamiento directo con su madre. No deseaba que una discusión estéril le aguase la mañana.

Pero ella seguía intentando imponer su punto de vista sobre el pobre vecino.
- Además –añadió-, me ha dicho doña Patro que anda metido en política, y que por eso ha venido aquí, para esconderse.

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