El bueno de Hosni Mubarak, nacido en el seno de una familia burguesa y adinerada, había ingresado a los dieciocho años en un colegio militar. Ambicioso e inteligente, fue escalando peldaños hasta entrar en la Academia del Aire, en donde fue piloto de combate, instructor de vuelo, Comandante de Base y acabó siendo enviado a la Unión Soviética para ampliar sus conocimientos. Y fue precisamente a su regreso cuando tuvo que asistir impotente a la aniquilación del ejército egipcio a manos de Israel en la primera jornada de la Guerra de los seis días. Dos años después del fallecimiento de Nasser, Sadat le convirtió en su mano derecha y en Comandante en Jefe del Ejército del Aire. En 1973 atacó a Israel en el cruento marco de la que se dio en llamar Guerra del Yom Kipur, pero volvió a asistir a la derrota de sus efectivos. Inexplicablemente para la mayoría de los observadores internacionales, lejos de ser castigado por tan estrepitoso fracaso, Mubarak se vio convertido en héroe nacional gracias a la voluntad del pueblo egipcio. Sadat, a su vez, le nombró Vicepresidente y Jefe de todos los ejércitos. Sin embargo, si lo analizamos, ¿fue eso un premio en realidad? Mubarak era el típico soldado de carrera, disciplinado, con una sólida formación castrense. En política y relaciones diplomáticas, no obstante, estaba tan verde como una lechuga. Ni tenía la experiencia ni el carisma necesarios. Aún así, Anwar El Sadat le colocó al frente del departamento de enlace con los distintos gobiernos occidentales que poseían intereses en Oriente próximo. Desde ese puesto tuvo que –entre otras cosas- pasar la vergüenza de explicar ante los delegados de las naciones prosoviéticas como su jefe había viajado a Jerusalén para presentar sus deseos de paz al gobierno de Israel, verdugo del pueblo árabe.
- Sí, está bien –dijo Khaled-, se hará como dices. Ciertamente la visión de un vengativo Mubarak conspirando contra el hombre que le había apartado de la vida militar y se había bajado los pantalones ante quienes tantas veces habían humillado a su país era, cuanto menos, verosímil.
- No mataremos a Mubarak –prosiguió-, pero, por supuesto, esperamos que tus promesas en nombre de esos misteriosos y anónimos individuos a los que representas se cumplan. En caso contrario, amigo mío, no habrá agujero en el mundo que pueda ocultarte de nosotros.
Richardus ni se inmutó –o, mejor dicho, hizo ver que aquellas palabras no le afectaban lo más mínimo- antes de dar una última orden.
- Sabemos que en la tribuna también estará Boutros Ghali. A él tampoco le pasará nada, ¿entendido? Khaled le propinó tal manotazo a la mesita de mimbre que varios pastelillos saltaron de la bandeja y fueron a rodar por el suelo.
- A veces es difícil que no se extravía alguna bala, son cosas que acostumbran a ocurrir. Richardus se le encaró.
- No en esta ocasión. Vosotros os quitáis de encima a Sadat y nosotros os proporcionamos dinero y armas. A cambio, las Naciones Unidas quedan al margen ¿estamos? Mis jefes son poderosos, pero hay estamentos a los que de ninguna manera quieren molestar. O aceptas las condiciones o no hay trato. Ah, y por supuesto, si no cumples tu palabra tampoco habrá lugar en el que puedas esconderte. Khaled Eslambouli se quedó pensando durante unos segundos y, finalmente, dio su conformidad al plan.
- Y recuerda –dijo-, solo hay una cosa más fuerte que la libertad, y es el odio contra aquellos que tratan de arebatárnosla. Antes de despedirse, aún tuvo tiempo de intentar exasperar a Richardus.
- Voy a contarte un chiste –le dijo con la boca llena, después de llevarse a ésta un nuevo pastelillo-. Es sobre dos judíos que se encuentran en Beirut caminando torpemente sobre los escombros después de la explosión de un coche bomba. Oiga –dice uno-, ¿puede ayudarme?, estoy buscando a mi esposa. Yo también –replica el segundo-, ¿cómo es la suya?. Pues delgada, alta, con las piernas muy largas, la piel suave, los ojos verdes y una cabellera negra ondulada. ¿Y la suya? –a lo que el otro responde-. No, por favor, busquemos a la suya. Khaled estalló en carcajadas, lo mismo que el viejo de la granada de mano. Richardus, sin perder la serenidad, esbozó una sonrisa.
- Veo que tienes sentido del humor. Eso me gusta, ¿sabes?. Lo cierto es que no estamos aquí para contarnos chistes pero, para que no digas por ahí que soy un tipo antipático, voy a explicarte uno también. En este caso se trata de un pastor palestino al que la incultura y el odio no dejan discurrir con claridad. Khaled miró fijamente a Richardus, dejando de sonreír.
- Ya verás –prosiguió-, es corto pero muy gracioso. Resulta que el hombre se encuentra con una lámpara de cobre, la frota y se le aparece un genio. Éste le dice que le concederá un único deseo, pero le avisa de que le dará a su vecino el doble de aquello que le pida para sí. Y el pastor exclama : sácame un ojo. Richardus rió con ganas.
- ¿No te hace gracia?, pensaba que tenías sentido del humor. Cuando Richardus se despidió de Khaled, buscó en vano la figura del viejo guardaespaldas. Bajó las escaleras y salió a la calle. Cuando pisó la acera, los guardias seguían en el mismo sitio. Pasó junto a ellos y echó a andar de regreso a su habitación en el Hotel Nasser. Por primera vez en varias horas sonrió. El hombre del traje gris con el que había conversado brevemente en el vestíbulo del hotel a primera hora de esa mañana se lo había dejado muy claro. El objetivo a eliminar era Sadat, y había tiempo para preparar una operación con sumo cuidado. No era cuestión de precipitarse. La carta Khaled solo debía jugarse si se conseguía de éste el compromiso de no tocarle ni un pelo ni a Mubarak ni a Ghali. Ahora Richardus estaba satisfecho. Una vez más lo había conseguido. Era bueno en su trabajo, pero no era ningún jovencito. Había cumplido ya cuarenta años y el esfuerzo psicológico que este tipo de operaciones le exigía era cada vez más difícil de sobrellevar. Meses después, el 6 de Octubre, Sadat asistió al desfile que las fuerzas armadas dedicaron a los caídos en 1973. En un momento dado, su ayudante personal, Fawzi Abdul Hafez, armado únicamente con una pistola automática, se dio cuenta –demasiado tarde- de que la parte anterior de la tribuna de personalidades en la que se encontraban se hallaba desprotegida a expensas de un eventual ataque terrorista y tuvo un presentimiento. En ese mismo instante, una formación de Mirage pasó en vuelo rasante sobre los espectadores del desfile, quienes miraron hacia el cielo casi al unísono, justo cuando Sadat se ponía en pie para saludar a un reducido grupo de soldados que acababan de descender de un vehículo blindado. El pequeño comando de integristas radicales, miembros todos ellos de la Jihad Islámica, abrió fuego contra el dignatario con sus metralletas, mientras lanzaban algunas granadas de mano. Además del Jefe del Estado, ocho personas más perdieron la vida. Milagrosamente, Hosni Mubarak salvó la suya al igual que un asustado Boutros Ghali, quien afortunadamente resultó indemne.
Las acciones del Ejecutivo egipcio no se hicieron esperar. A partir de ese momento, Mubarak y su hombre de confianza, Fovad Allam, jefe de los servicios de seguridad del país, iniciaron una implacable campaña de purgas, no exenta de torturas y ejecuciones, que tuvieron como prioridad oficial descubrir a los autores materiales del magnicidio, pero de la que ciertos grupos de opinión no dudaron en asegurar que se trataba de una vía para establecer depuraciones y eliminar a diversos miembros de una trama con la que Mubarak no quería verse relacionado. A tal efecto, el ahora nuevo hombre fuerte de Egipto y sus allegados más directos, no dudaron en investigar a la Jamalat Islamiya, un organización que se dedicaba a aportar soluciones basadas en el Islam para diversos conflictos sociales, a la hermandad musulmana Al Da’wa, apoyada soterradamente por Arabia Saudita y los Estados Unidos para limitar el avance de la doctrina comunista en Oriente medio y próximo, a la Jihad Islámica e incluso al sheik Al-Azhar, máxima autoridad religiosa de El Cairo. Pero Mubarak seguía sin conseguir que se apartase de su persona la incómoda sombra de la sospecha. Sin el respaldo de las masas, necesario para conducir con éxito al pueblo por el camino de la paz iniciado por su predecesor, Mubarak vio como de pronto los Estados Unidos, o intereses muy próximos a éstos, comenzaban a presionarle. Si había creído que la falta de cariño por parte de la población egipcia podía ser un buen pretexto para alejarse de la política de acercamiento a Israel que Sadat había iniciado, se equivocaba. Así pues, el acto final de esta tragedia no tardó en llegar a su fin. Hosni Mubarak estaba postrado, más que sentado, en el sillón del escritorio de su despacho. Parecía que su –al menos en apariencia- frágil cuerpo hubiese menguado desde la fecha del atentado, y daba la impresión de que la butaca se lo podía engullir de un momento a otro.
- No señor, no sé quien era. El que le hablaba, en voz muy baja, era Sufi Abu-Talib, quien había asumido temporalmente la jefatura del Estado hasta que la Asamblea designase de manera oficial a Mubarak como nuevo Presidente.
- Pero me confió que su nombre en clave era Richardus.
- ¿De la CIA tal vez? –preguntó el abatido Mubarak.
- No. Vamos, no lo creo. Si hago caso de mi intuición, lo le relacionaría más con en entorno de Kissinger que con la gente de Langley.
- Bah. Distintos perros... –exclamó Mubarak dejando la frase inacabada.
- En resumen –prosiguió Abu-Talib-, que o sigues defendiendo a muerte los postulados de Anwar y promueves el cese de hostilidades contra Israel, o los Estados Unidos apoyarían a los judíos en el caso de un hipotético pero más que probable nuevo conflicto entre ellos y nosotros.
- ¡Demonios!, ¿quien se cree que es ese tal Richardus para darme órdenes? Abu-Talib calló.
- ¿Tú le crees? –preguntó Mubarak, hundiéndose cada vez más en su asiento. - Bueno, tú lo has dicho. Nadie que no goce de un respaldo de muy alto nivel se hubiese atrevido a contactar conmigo para transmitirme ese tipo de consignas tan irrespetuosas. Por ello decidí dejarle marchar. En mi opinión, creo que no hablaba por hablar y que realmente tienes bien pocas opciones. Además, Occidente está inquieto por culpa de los persistentes rumores de conspiración. Declararnos partidarios de la política de Sadat ayudaría a acallar las voces críticas y supondría una inmejorable ocasión para lavar nuestra cara ante el mundo. Mubarak suspiró, y asintió.
- Amigo mío –dijo-, alguien nos ha convertido en títeres. Y lo peor de todo es que no nos hemos dado ni cuenta. Ocúpate de prepararlo todo, me voy a descansar.
Así, de esta manera tan poco ortodoxa y sin tener liderazgo claro de su país, Hosni Mubarak se convirtió ante la humanidad –bajo la tutela más o menos encubierta de los Estados Unidos- en un acérrimo continuista de la actitud conciliadora de su predecesor. En Abril de 1982, Israel devolvió a Egipto la península del Sinaí, pero invadió impunemente el sur del Líbano, llegando hasta Beirut con el objetivo de arrasar las bases de la OLP. La retirada, después de innumerables presiones internacionales, no llegaría hasta 1985, año en el que un nuevo suceso iba a poner en peligro la siempre frágil estabilidad mundial.
- Sí, está bien –dijo Khaled-, se hará como dices. Ciertamente la visión de un vengativo Mubarak conspirando contra el hombre que le había apartado de la vida militar y se había bajado los pantalones ante quienes tantas veces habían humillado a su país era, cuanto menos, verosímil.
- No mataremos a Mubarak –prosiguió-, pero, por supuesto, esperamos que tus promesas en nombre de esos misteriosos y anónimos individuos a los que representas se cumplan. En caso contrario, amigo mío, no habrá agujero en el mundo que pueda ocultarte de nosotros.
Richardus ni se inmutó –o, mejor dicho, hizo ver que aquellas palabras no le afectaban lo más mínimo- antes de dar una última orden.
- Sabemos que en la tribuna también estará Boutros Ghali. A él tampoco le pasará nada, ¿entendido? Khaled le propinó tal manotazo a la mesita de mimbre que varios pastelillos saltaron de la bandeja y fueron a rodar por el suelo.
- A veces es difícil que no se extravía alguna bala, son cosas que acostumbran a ocurrir. Richardus se le encaró.
- No en esta ocasión. Vosotros os quitáis de encima a Sadat y nosotros os proporcionamos dinero y armas. A cambio, las Naciones Unidas quedan al margen ¿estamos? Mis jefes son poderosos, pero hay estamentos a los que de ninguna manera quieren molestar. O aceptas las condiciones o no hay trato. Ah, y por supuesto, si no cumples tu palabra tampoco habrá lugar en el que puedas esconderte. Khaled Eslambouli se quedó pensando durante unos segundos y, finalmente, dio su conformidad al plan.
- Y recuerda –dijo-, solo hay una cosa más fuerte que la libertad, y es el odio contra aquellos que tratan de arebatárnosla. Antes de despedirse, aún tuvo tiempo de intentar exasperar a Richardus.
- Voy a contarte un chiste –le dijo con la boca llena, después de llevarse a ésta un nuevo pastelillo-. Es sobre dos judíos que se encuentran en Beirut caminando torpemente sobre los escombros después de la explosión de un coche bomba. Oiga –dice uno-, ¿puede ayudarme?, estoy buscando a mi esposa. Yo también –replica el segundo-, ¿cómo es la suya?. Pues delgada, alta, con las piernas muy largas, la piel suave, los ojos verdes y una cabellera negra ondulada. ¿Y la suya? –a lo que el otro responde-. No, por favor, busquemos a la suya. Khaled estalló en carcajadas, lo mismo que el viejo de la granada de mano. Richardus, sin perder la serenidad, esbozó una sonrisa.
- Veo que tienes sentido del humor. Eso me gusta, ¿sabes?. Lo cierto es que no estamos aquí para contarnos chistes pero, para que no digas por ahí que soy un tipo antipático, voy a explicarte uno también. En este caso se trata de un pastor palestino al que la incultura y el odio no dejan discurrir con claridad. Khaled miró fijamente a Richardus, dejando de sonreír.
- Ya verás –prosiguió-, es corto pero muy gracioso. Resulta que el hombre se encuentra con una lámpara de cobre, la frota y se le aparece un genio. Éste le dice que le concederá un único deseo, pero le avisa de que le dará a su vecino el doble de aquello que le pida para sí. Y el pastor exclama : sácame un ojo. Richardus rió con ganas.
- ¿No te hace gracia?, pensaba que tenías sentido del humor. Cuando Richardus se despidió de Khaled, buscó en vano la figura del viejo guardaespaldas. Bajó las escaleras y salió a la calle. Cuando pisó la acera, los guardias seguían en el mismo sitio. Pasó junto a ellos y echó a andar de regreso a su habitación en el Hotel Nasser. Por primera vez en varias horas sonrió. El hombre del traje gris con el que había conversado brevemente en el vestíbulo del hotel a primera hora de esa mañana se lo había dejado muy claro. El objetivo a eliminar era Sadat, y había tiempo para preparar una operación con sumo cuidado. No era cuestión de precipitarse. La carta Khaled solo debía jugarse si se conseguía de éste el compromiso de no tocarle ni un pelo ni a Mubarak ni a Ghali. Ahora Richardus estaba satisfecho. Una vez más lo había conseguido. Era bueno en su trabajo, pero no era ningún jovencito. Había cumplido ya cuarenta años y el esfuerzo psicológico que este tipo de operaciones le exigía era cada vez más difícil de sobrellevar. Meses después, el 6 de Octubre, Sadat asistió al desfile que las fuerzas armadas dedicaron a los caídos en 1973. En un momento dado, su ayudante personal, Fawzi Abdul Hafez, armado únicamente con una pistola automática, se dio cuenta –demasiado tarde- de que la parte anterior de la tribuna de personalidades en la que se encontraban se hallaba desprotegida a expensas de un eventual ataque terrorista y tuvo un presentimiento. En ese mismo instante, una formación de Mirage pasó en vuelo rasante sobre los espectadores del desfile, quienes miraron hacia el cielo casi al unísono, justo cuando Sadat se ponía en pie para saludar a un reducido grupo de soldados que acababan de descender de un vehículo blindado. El pequeño comando de integristas radicales, miembros todos ellos de la Jihad Islámica, abrió fuego contra el dignatario con sus metralletas, mientras lanzaban algunas granadas de mano. Además del Jefe del Estado, ocho personas más perdieron la vida. Milagrosamente, Hosni Mubarak salvó la suya al igual que un asustado Boutros Ghali, quien afortunadamente resultó indemne.
Las acciones del Ejecutivo egipcio no se hicieron esperar. A partir de ese momento, Mubarak y su hombre de confianza, Fovad Allam, jefe de los servicios de seguridad del país, iniciaron una implacable campaña de purgas, no exenta de torturas y ejecuciones, que tuvieron como prioridad oficial descubrir a los autores materiales del magnicidio, pero de la que ciertos grupos de opinión no dudaron en asegurar que se trataba de una vía para establecer depuraciones y eliminar a diversos miembros de una trama con la que Mubarak no quería verse relacionado. A tal efecto, el ahora nuevo hombre fuerte de Egipto y sus allegados más directos, no dudaron en investigar a la Jamalat Islamiya, un organización que se dedicaba a aportar soluciones basadas en el Islam para diversos conflictos sociales, a la hermandad musulmana Al Da’wa, apoyada soterradamente por Arabia Saudita y los Estados Unidos para limitar el avance de la doctrina comunista en Oriente medio y próximo, a la Jihad Islámica e incluso al sheik Al-Azhar, máxima autoridad religiosa de El Cairo. Pero Mubarak seguía sin conseguir que se apartase de su persona la incómoda sombra de la sospecha. Sin el respaldo de las masas, necesario para conducir con éxito al pueblo por el camino de la paz iniciado por su predecesor, Mubarak vio como de pronto los Estados Unidos, o intereses muy próximos a éstos, comenzaban a presionarle. Si había creído que la falta de cariño por parte de la población egipcia podía ser un buen pretexto para alejarse de la política de acercamiento a Israel que Sadat había iniciado, se equivocaba. Así pues, el acto final de esta tragedia no tardó en llegar a su fin. Hosni Mubarak estaba postrado, más que sentado, en el sillón del escritorio de su despacho. Parecía que su –al menos en apariencia- frágil cuerpo hubiese menguado desde la fecha del atentado, y daba la impresión de que la butaca se lo podía engullir de un momento a otro.
- No señor, no sé quien era. El que le hablaba, en voz muy baja, era Sufi Abu-Talib, quien había asumido temporalmente la jefatura del Estado hasta que la Asamblea designase de manera oficial a Mubarak como nuevo Presidente.
- Pero me confió que su nombre en clave era Richardus.
- ¿De la CIA tal vez? –preguntó el abatido Mubarak.
- No. Vamos, no lo creo. Si hago caso de mi intuición, lo le relacionaría más con en entorno de Kissinger que con la gente de Langley.
- Bah. Distintos perros... –exclamó Mubarak dejando la frase inacabada.
- En resumen –prosiguió Abu-Talib-, que o sigues defendiendo a muerte los postulados de Anwar y promueves el cese de hostilidades contra Israel, o los Estados Unidos apoyarían a los judíos en el caso de un hipotético pero más que probable nuevo conflicto entre ellos y nosotros.
- ¡Demonios!, ¿quien se cree que es ese tal Richardus para darme órdenes? Abu-Talib calló.
- ¿Tú le crees? –preguntó Mubarak, hundiéndose cada vez más en su asiento. - Bueno, tú lo has dicho. Nadie que no goce de un respaldo de muy alto nivel se hubiese atrevido a contactar conmigo para transmitirme ese tipo de consignas tan irrespetuosas. Por ello decidí dejarle marchar. En mi opinión, creo que no hablaba por hablar y que realmente tienes bien pocas opciones. Además, Occidente está inquieto por culpa de los persistentes rumores de conspiración. Declararnos partidarios de la política de Sadat ayudaría a acallar las voces críticas y supondría una inmejorable ocasión para lavar nuestra cara ante el mundo. Mubarak suspiró, y asintió.
- Amigo mío –dijo-, alguien nos ha convertido en títeres. Y lo peor de todo es que no nos hemos dado ni cuenta. Ocúpate de prepararlo todo, me voy a descansar.
Así, de esta manera tan poco ortodoxa y sin tener liderazgo claro de su país, Hosni Mubarak se convirtió ante la humanidad –bajo la tutela más o menos encubierta de los Estados Unidos- en un acérrimo continuista de la actitud conciliadora de su predecesor. En Abril de 1982, Israel devolvió a Egipto la península del Sinaí, pero invadió impunemente el sur del Líbano, llegando hasta Beirut con el objetivo de arrasar las bases de la OLP. La retirada, después de innumerables presiones internacionales, no llegaría hasta 1985, año en el que un nuevo suceso iba a poner en peligro la siempre frágil estabilidad mundial.
Siempre quise pilotar un mig21... pero el destino... en fin... siempre me quedaran los virtuales...
ResponderEliminarYo, de joven, quería ser comandante de Iberia pero me parece que si eras miope no podías y -además- la carrera costaba una pasta.
ResponderEliminarYa, pero además yo debía aprender otro idioma, serr apto, en fins... un coñazo... ah! y además deserorr... un horror para la my famuly...
ResponderEliminarQuite, quite...
ResponderEliminar