domingo, 25 de julio de 2010

La tumba de los muertos vivientes









Y la última reseña por hoy es para La tumba de los muertos vivientes, otra cinta de terror –si es que se puede calificar como tal- que al igual que muchas otras obras de Jesús Franco tuvo diferentes títulos dependiendo del país de estreno. Comienza la película y aparecen dos garrulas –shorts ajustados, camiseta de tirantes, pechos turgentes y ausencia de sujetador- en un coche llegando a un oasis. Una de ellas me llama la atención. Ignoro si únicamente está representando su papel o es que el realizador no encontró nada mejor por los alrededores –lo más probable-, pero su timbre de voz y perlas como “lo bien que estaría yo en Torremolinos con mi tanga” hacen que, a su lado, Belén Esteban parezca licenciada en filología hispánica y maestra en protocolo. En fin, que la parejita de rubias de bote arrabaleras encuentra por casualidad lo que parece un depósito de armas semioculto bajo la maleza. Al principio les puede la curiosidad, pero luego algo extraño en el ambiente les hace coger miedo y deciden marcharse de allí. Ah piltrafillas, pero no saben que les queda poco tiempo de vida. Cuando van a huir aparece de la nada –bueno, de la nada no, del suelo- un zombie y las ataca. Así comienza La tumba de los muertos vivientes, una película extraña y yo diría que rara en la carrera de Jesús Franco que nos cuenta como durante la II Guerra Mundial, un batallón de soldados nazis bajo las órdenes de Rommel transportaba un cargamento de lingotes de oro por el desierto africano –en realidad la película está rodada en las Canarias- cuando fue atacado por un comando británico. En la actualidad, un coronel nazi encuentra al capitán de aquel comando y le engaña para que le muestre el emplazamiento exacto del lugar de la emboscada con la promesa de repartirse el tesoro. Sin embargo, después de que el primero le señale en el mapa la localización del oasis en el que hubo la refriega, el coronel le mata.



Lo que ocurre amiguitos es que antes de regresar a su base, el capitán británico fue curado de sus heridas por un jeque y su hija, Aixa. El soldado se enamoró de ella y antes de partir tuvieron una, digamos, despedida íntima. Cuando finalizada la guerra el capitán se disponía a visitar al jeque para pedirle la mano de su hija, se enteró de que esta había fallecido al dar a luz por lo que, desolado, se llevó a su hijo a Londres. Ese hijo es ahora un universitario –bueno, en realidad la cinta es del 82, por lo que el joven adolescente que representa al hijo del capitán debería tener en realizad 38 años, pero claro, aparte de algunos frikis como yo, la mayoría de los que disfrutan de las películas del Tío Jess no se fijan en esas cosas- que tras leer la historia en los diarios de su padre asesinado decide viajar con unos amigos hacia el oasis perdido en el desierto de Egipto. Pero el coronel nazi les lleva la delantera y todos ellos van a ver con horror que los soldados nazis que juraron defender con sus vidas el cargamento de oro siguen con ese objetivo aún después de muertos. Amiguitos, nada nuevo bajo el sol. Música de órgano, diálogos que rayan lo ridículo, Antonio Mayans y Lina Romay, argumento freak y efectos especiales y de maquillaje casposos y simples, en definitiva –aunque sin las habituales dosis de sexo a las que nos tiene acostumbrados-, el universo del Tío Jess en pleno. Una película simplemente distraída –aunque hacia el final se hace un poco pesada, no os lo negaré- que como en todas las de Jesús Franco queda de manifiesto que era todo un artista en rodar historias originales con muy poco presupuesto, y que en esta ocasión cuenta con la estimable presencia del reconocido actor Eduardo Fajardo en el papel –no podía ser de otra manera- de coronel nazi. Para ver sin prisas saboreando un gintonic... y después olvidar.

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